La soberanía de los Estados amenaza la cohesión de Europa

Cuando la concesión del derecho de asilo se planteaba con carácter individual, podía aceptarse con normalidad la vigencia de los ordenamientos jurídicos nacionales, sin necesidad de normas comunitarias.

Ahora, las demandas afectan a oleadas de refugiados, que huyen de persecuciones ideológicas próximas al genocidio –cristianos de Oriente o de las consecuencias dramáticas de las contiendas civiles que perduran sin visos de solución en tantos países: la respuesta ha de ser colectiva. Es preciso establecer procedimientos comunes, para encauzar esa necesidad, de consecuencias inhumanas tan graves, como se comprueba estos días. No es fácil pasar tranquilo días de vacaciones –aun pensando que son merecidas, cuando miles de personas pugnan por sobrevivir en el Mediterráneo o en las fronteras de Hungría.

La crisis no afecta sólo a la Unión Europea, porque la ONU tiene una agencia dedicada específicamente a los refugiados: surgió para resolver los problemas derivados de la segunda guerra mundial; pero, desde entonces, el número de los desplazados no ha dejado de crecer, más aún en las últimas décadas. Actúa en nombre de convenciones antiguas, claras, pero insuficientemente aplicadas, por la debilidad del Derecho internacional público, siempre expuesto a violaciones o incumplimientos. Se impone reforzar el trabajo hacia una refundación de las instituciones jurídicas mundiales, sin dejar de evocar construcciones clásicas, nacidas justamente en la Roma imperial, pero favorecedoras del ius gentium.

La insólita iniciativa del PP sobre el Tribunal Constitucional español, confirma públicamente la impunidad con que se viene actuando desde hace años, agravada hasta extremos increíbles por la reforma de las tasas judiciales. Campa en España, y desde luego no sólo en Cataluña, un Estado de hechos consumados, también por la endémica falta de voluntad política –de todos los partidos para decidirse a apoyar el funcionamiento de la administración de justicia, comenzando por derogar la mayor parte de las leyes deconstructivas de las últimas décadas.

Esa iniciativa llega a las Cortes como proposición de ley, y evita así –en materia de máxima entidad la intervención de órganos consultivos como el Consejo de Estado y el del poder judicial. No prevé, al modo del Tribunal de Estrasburgo, ningún sistema de apelación, con lo que destruirá una tradición jurídica inmemorial.

Traigo aquí el caso, aunque no suelo escribir de política nacional, porque me parece típico de la aberración a que lleva un concepto arcaico de la soberanía, causa de injusticias internas y, sobre todo, de trabas para avanzar en la construcción de instituciones supranacionales: en concreto, una Europa comunitaria alejada de veras del tópico radical de la unión de mercaderes.

Aun así, existe una efectiva interpenetración, gracias también a las nuevas tecnologías y a programas en la línea del Erasmus. Parece lógico que el Derecho la acoja en una internacionalización normativa, con vigencia en la UE por encima de las fronteras, con el apoyo jurisdiccional del Tribunal de Luxemburgo.

La soberanía del Estado no se sostiene ya en los términos absolutos diseñados por Bodino. Ni en el plano internacional ni en el interno. Porque la soberanía popular no se expresa sólo en las instituciones representativas del poder político. Lo describió lúcidamente Alain Minc en su libro La borrachera democrática, traducido en 1995. Uno de los capítulos se titulaba “la soberanía compartida”. Pasaba revista a límites bien concretos de esa autonomía de los Estados: la primacía de normas internacionales, con posibilidad de ser aplicadas por Tribunales externos, como los de La Haya, Estrasburgo y Luxemburgo; la independencia del propio poder judicial interno; o la del Banco emisor, antes aún de la existencia de un Banco central europeo; los diversos consejos de regulación o vigilancia en campos audiovisuales, energéticos o mercantiles; la importancia creciente de los mercados internacionales, que "fijan" los tipos de cambio, o los tipos de interés a largo plazo; o la acción de las iglesias y las fundaciones y ONG, de las grandes universidades, o de los fondos de pensiones...

Si se cede al predominio de una soberanía absoluta, se consagra un relativismo jurídico incompatible con la construcción de comunidades que compartan grandes valores y esperanzas. Sin un cambio de enfoque, será difícil sortear riesgos evidentes que no se encierran dentro de fronteras, como las mafias internacionales, las bandas terroristas o las amenazas ecológicas y biotécnicas. El futuro de Europa –del planeta necesita políticas de mucho más altos vuelos que las actuales.

 
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