Carlos Hipólito lleva 42 años siendo actor de teatro (38 obras), cine (28 películas) y televisión (30 series y telemovies). Su carrera es una línea recta, sin parones y sin sobresaltos de ego. Es un actor-obrero con conciencia de discreto ciudadano ajeno al auto-paparazzi que muchos colegas suyos llevan dentro en las redes sociales

“La trayectoria de un actor es más ‘Operación Constancia’ que ‘Operación Triunfo’. El divismo en esta profesión pasa factura”

Un señor. Actor en su jornada laboral. Marido, padre, amigo, vecino y ciudadano en sus ratos libres. Su nombre de pila por encima del artístico. Estaba listo para hacer de Heisenberg y ponerle los cuernos de la decencia al mismísimo Hitler, pero este virus que nos tiene en cuarentena ha confinado ‘Copenhague’ en un Madrid más Dinamarca que primavera. Cuatro décadas y pico ante el público en escenarios, películas y televisores. Su kit de actor incluye humildad, paciencia y multidisciplinariedad. Ni megáfonos ni ‘likes’ en su camerino. Ocho premios profesionales de sus propios compañeros por ser, estar y parecer sin secuelas de divismos.  Y eso que ha sido Felipe II, el capitán Von Trapp, y el presidente del Gobierno. Combina lo clásico, lo contemporáneo, lo musical y lo minimalista rejuveneciendo con cada obra. Un habitual en las propuestas de Garci, Miró, Saura, Docampo, Narros, Plaza… Ni comodín, ni joker. Un as de corazones en las mesas donde se reparten los papeles que no se han mojado de cinismo.
Carlos Hipólito en la fachada del Teatro Infanta Isabel el miércoles a.C. (antes del Confinamiento). Fotografías: Patricio Sánchez-Jáuregui.
Carlos Hipólito en la fachada del Teatro Infanta Isabel el miércoles a.C. (antes del Confinamiento). Fotografías: Patricio Sánchez-Jáuregui.

Madrid, miércoles a.C. (antes del Confinamiento). El Teatro Infanta Isabel prepara el estreno de Copenhague sin saber que el mundo entero estaría en off solo unos días después. La bomba atómica de la que habla ese libreto ha caído en la ciudad y está hecha de un virus con corona de crueldad, de muertes, de ansiedad, de públicos encerrados en sus casas, de aplausos solo para los profesionales sanitarios que nos sacan de esta guerra mundial con sangre, sudor, vocaciones como templos, garras de espartanos y lágrimas. De impotencia.

Pero el miércoles a.C. todavía la esperanza andaba más suelta por las calles e incluso se hablaba de estrenos, de novedades, de vida. En una esquina del Only You de la calle Barquillo navegamos en este contexto con Carlos Hipólito en un delicioso paseo en barca por el océano de sus 42 años de acción. Desde el embarcadero del presente, remamos hacia adelante y hacia atrás, y nos lanzamos al agua a nadar. Y buceamos en un patio de butacas contemplando, al fondo, los corales maravillosos del arte, la cultura y la interpretación. Y divisamos tiburones que amenazan la virgen ingenuidad de un oficio, y bancos de peces corporativos, y pulpos, y medusas, y estrellas de mar, y caballitos que se hacen selfies.

En neopreno repelente a la vanidad, Hipólito se sumerge en un universo fascinante como un Cousteau que no sabe que le están grabando. Pescamos reflexiones y se dispara algún arpón que no tira a matar, porque este hombre navega sin dianas. Aunque dé en el blanco.

Ya confinados, y sin neoprenos, y sin nada, desnudos de todo glamur, hemos continuado la conversación y hemos puesto todos estos peces hablados sobre la mesa. En madera de talento reposamos esta pesca como una naturaleza viva que trasciende los focos y las tablas. Menú de refrescante naturalidad. Omega-3 para nutrir las esencias culturales. Ante la ansiedad de estas circunstancias distópicas, el hombre que es actor y que estaba a punto de ponerse a trabajar con una bomba atómica, comenta la jugada de su historia con perlas en racimo. Desde el búnker de nuestras casas, ponemos entre corchetes al coronavirus, y nos dejamos seducir por un canto de sirena sin apuntador.   

Antes de esta locura, lo previsto era que volviera a las tablas del Infanta Isabel con Copenhague. El teatro: sus raíces.

He tocado bastantes palos como actor, pero nunca he dejado de hacer teatro. Es mi casa y la razón de que me dedique a esto.

Pero el teatro pone más difícil moverse entre propuestas, porque un rodaje es incompatible con una función programada…

Pero todo puede ser compatible. Siempre he sido muy coherente con los proyectos con los que me he comprometido. Nunca he dejado colgado ningún espectáculo, de hecho, he perdido películas importantes por no bajarme de una gira.

¿Por ejemplo?

 

Pilar Miró pensó en mí para el papel de criado en El perro del hortelano. Al final lo hizo Fernando Conde, y bastante bien, porque a mí me quedaban cinco funciones de El misántropo que estaba haciendo con la Compañía Nacional de Teatro Clásico en un montaje que dirigió Adolfo Marsillach. Para rodar la película tenía que irme con Pilar a Portugal, y tuve que decirle que no. No podía dejar tirados a mis compañeros. Me perdí esa película que fue exitosísima, pero bueno. La palabra es la palabra.

En esta obra usted hace de discípulo de un padre del teatro español, Emilio Gutiérrez Caba. ¿Se contagia ese coronavirus de elegancia que lleva en los genes esa familia?

¡Ojalá! Desde que soy muy pequeño he tenido como referencia a los Gutiérrez Caba, porque siempre me han parecido un ejemplo en todos los sentidos. He coincidido con Irene, con Julia y con Emilio, y soy muy amigo de Julia y de Emilio. Además de unos excelentes profesionales y buenísimos actores, me identifico plenamente con esa manera sobria y poco histriónica de entender la interpretación.

Los Gutiérrez Caba son personas grandes de este oficio que se han mantenido con una enorme elegancia en un terreno de juego que, a veces, provoca situaciones muy delicadas y genera que haya quien saque los pies del tiesto. Más allá de los sinsabores de este trabajo por los que hemos pasado todos, ellos han mantenido constantemente una actitud de equilibrio ejemplar. La vida me ha dado la posibilidad de coincidir de nuevo con Emilio después de 30 años. Si todo va bien, tendré la suerte de compartir con él escenarios, camerinos, viajes, charlas y, sobre todo, momentos mágicos en escena. Estoy muy feliz. Ojalá que se me contagie todo de él.

Los Gutiérrez Caba han conseguido triangular muy bien un compromiso con la cultura sin ser pancarteros en la calle, y gozar de un respetado prestigio.

Eso es la elegancia: saber cuál es tu sitio. Un artista puede dar su opinión sobre lo que sea cuando se la piden, como cualquier ciudadano, pero no tiene por qué sentar cátedra ni creerse un líder de opinión.

¿Qué siente su nuevo personaje al experimentar con el roce del nazismo?

Lo roza, claro, porque trabaja para Hitler… En Copenhague interpreto a un Heisenberg escrito por Michael Frayn, que no es, precisamente, el que está en muchos libros de Historia. Según las referencias oficiales, Heisenberg fue un físico, Premio Nobel en 1932, que estuvo a cargo de la investigación científica del proyecto de la bomba atómica alemana durante la II Guerra Mundial, pero no supo dar con los cálculos para fabricar la bomba atómica para Hitler. Por otro lado, fue un hombre que pasó sus últimos años estigmatizado por haber participado en esos ensayos. Los propios alemanes le acusaron de colaboracionista y fue un apestado para todos los científicos del mundo.

Pero Frayn hace un giro potente.

El personaje que escribe Frayn no es ese nazi que quiere darle la bomba a Hitler, sino todo lo contrario. Él propone una redención del personaje. Lo grande la obra es que, de manera inconsciente, el personaje descubre a lo largo de la función que él no consiguió la bomba atómica porque, en el fondo, no quería darle a alguien como Hitler un arma así de letal. Él era alemán, amaba a su patria y quería trabajar por el bien de sus compatriotas. Nunca perteneció al partido nazi. La obra propone que él se quedó allí precisamente para sujetar toda la investigación y evitar que se consiguiera. Si fuera verdad lo que Frayn escribe en Copenhague, Heisenberg sería uno de los personajes más maltratados de toda la historia.

Mi papel es el de un personaje totalmente atormentado, muy rico para interpretar, porque es una olla a presión de emociones.

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Usted es cosecha del 56. En aquella generación aun había madres que llevaban a sus hijos al teatro…

La mía, por ejemplo. Quiero creer que sigue habiendo niños a los que sus padres los llevan al teatro, si no, estamos perdidos…

Incluso había padres que estaban encantados de que sus hijos fueran artistas…

Mi padre era arquitecto y mi madre, un ama de casa muy inquieta culturalmente, siempre entre conferencias y ateneos. Afortunadamente para mí, eran dos personas con una gran cultura y una enorme curiosidad y muy aficionados al teatro. Yo soy el pequeño de cuatro hermanos varones, y fui la última esperanza de mi padre de tener un hijo arquitecto que siguiera sus pasos.

Estuvo a punto, pero se bajó del barco de la escuadra y el cartabón.

Empecé a estudiar Arquitectura a la vez que teatro, porque ellos me habían sembrado esa pasión. Dejé la carrea al empezar el tercer curso y me centré en el teatro, que me gustaba más. Me dijeron: bueno, pues intenta ser lo mejor que puedas. Me apoyaron. Me siguieron. Y me animaron a no envanecerme por lo que no era ni más ni menos que otra profesión. Mis padres eran dos seres maravillosos y fueron los primeros y los mejores críticos que he tenido nunca.

Se hizo actor profesional con 21 años, en 1978, estrenándose con Así que pasen cinco años. Hace 42 años usted ya estaba aquí, y le parece que fue ayer…

Es algo impresionante. Me ha cundido un montón este camino. Por resumir: 28 películas, 38 obras de teatro estrenadas en Madrid y más de 30 programas de televisión, entre series, telemovies, etc. Lo miro ahora y me parece imposible, porque me sigue pasando que, ante un nuevo papel, siempre tengo la sensación de empezar de cero. A la vez, hay cosas que están intactas en mi memoria: recuerdo perfectamente noches de estrenos, el día que me dijeron que iba a hacer tal papel, la primera vez que nos pusimos a ensayar una obra…

Habrá actores -como periodistas- recién llegados que se creerán que lo saben todo.

Pues pobrecitos, porque están equivocadísimos. Esta es una profesión de fondo, no de esprínteres. Ahora es muy fácil esprintar, porque te pueden dar un papel en televisión siendo muy joven y tener una relevancia enorme gracias a las redes sociales, pero todo eso es solo un escaparate. No todos los seguidores de actores y actrices en las redes sociales van a comprar una entrada para ir al teatro. Es más, eso lo harán muy pocos. Ese público cuenta solo de cara a la galería y de manera banal, porque hoy están contigo, pero quizás mañana estén siguiendo a otros. En el mundo de la interpretación, en cuanto destacas un poquito, solo tienes gente alrededor que te va a decir: eres irrepetible, eres único, eres el mejor, eres maravilloso. Y, claro, como te lo creas, estás listo, porque ni eres irrepetible, ni eres único, ni eres el mejor. Nadie es irremplazable.

Esta es una profesión de fondo, no de esprínteres. Ahora es muy fácil esprintar, porque te pueden dar un papel en televisión siendo muy joven y tener una relevancia enorme gracias a las redes sociales, pero todo eso es solo un escaparate

Es una profesión que se vive al día.

Este trabajo nos lo ganamos cada día. Las veces que he visto delante de mi un teatro lleno, me decía para mí: “una batalla ganada, seguimos la guerra”. Igual que un teatro se llena, se puede vaciar. Igual que hoy te llama todo el mundo para muchos trabajos distintos, enseguida va a salir otra persona que puede ocupar tu lugar y no te llama nadie. En el teatro, los productores y directores son más fieles y suelen hacer equipos con continuidad, por eso he tenido la suerte de que no me haya faltado el trabajo. En el cine, por ejemplo, cuando protagonicé Mi hermano del alma me dijeron que no iba a parar. Y no. No me llamaron mucho para hacer cine… En televisión he empezado a hacer protagonistas ya con cuarenta y tantos años. La carrera artística se hace a fuego lento e intentado que el guiso tenga cada vez más sabor para que esté más rico, pero hay que vigilar la lumbre todo el rato, porque se apaga.

De aquel estreno inicial al de Copenhague, ¿qué cosas han cambiado en el teatro?

Todo cambia, como decía aquella canción maravillosa de Mercedes Sosa [canta unos versos de Todo cambia]. En 40 años cambian las costumbres, pero el trabajo sigue siendo bastante similar. Antes había un teatro rimbombante, y ahora también hay gente que lo hace así de mal. También había gente con una verdad, una naturalidad y una cercanía enormes, como los Gutiérrez Caba, José Bódalo, Alberto Closas, Mari Carrillo, Berta Riaza, por ejemplo. Lo que sí he notado es que ha cambiado la forma de relacionarnos unos con otros en este oficio. Cuando empecé había más puntos de encuentro para los actores, como la cafetería del María Guerrero, donde intercambiamos impresiones. Eso ahora no existe. El individualismo general hace que haya menos sentido de colectividad. No creo que sea grave, porque el espíritu gremial sigue siendo fuerte cuando se necesita.

La carrera artística se hace a fuego lento e intentado que el guiso tenga cada vez más sabor para que esté más rico, pero hay que vigilar la lumbre todo el rato, porque se apaga

¿Y usted ha cambiado?

Conservo intacto el pellizco de cada vez que tengo que salir al escenario, y no solo el día del estreno. Por eso sigo aquí. No se me ha olvidado que un día decidí dedicarme a ser actor para contar historias y que la gente se emocionara con ellas, que pensaran y sintieran conmigo… Después hago entrevistas, me dan premios y me hacen fotos, pero eso no tiene nada que ver con mi trabajo. Es una pura consecuencia. La ilusión y la pasión ahora es más madura, pero muy similar en su esencia a la que tenía hace más de 40 años. Sí, es verdad que todo se matiza y, sobre todo, relativizas el éxito y el fracaso con más naturalidad.

Después de más de 100 personajes distintos, entiendo que el buen actor es que el hace papeles, pero no se contagia de ellos hasta caer en una especie de multi-esquizofrenia.

He leído en muchas entrevistas de actores a los que respeto y admiro que dicen cosas como: “el personaje me invadió”, “me lo llevé a casa”, “tuve que hacerme una terapia para quitármelo de encima” … A mí eso no me ha pasado nunca, y creo que he interpretado con mucha veracidad personajes enormemente dramáticos que podrían haberme traumatizado psicológicamente. Siempre he pensando que este oficio consiste en jugar a ser otro, no en convertirte en otro. Se juega y se miente con una verosimilitud impresionante, pero se miente. Cuando termino un rodaje o una función, mi personaje se queda colgado en la percha. Otra cosa es que estés mucho tiempo haciendo una obra muy dramática, y eso te haga estar más sensible ante determinadas cosas; o que, si estás mucho tiempo haciendo una comedia, veas la vida más alegre, pero las personalidades del libreto nunca han invadido mi vida privada.

Tras 13 años de escenarios primerizos, le llegaron los primeros premios. ¿El teatro es más de Operación Constancia que de Operación Triunfo?

Sin duda, y afortunadamente. Las operaciones-triunfo me horrorizan y, además, no sirven para nada. El triunfo implica que existe una derrota, como si el que no ganara fuera un fracasado… La Operación Constancia define al teatro. En mi caso, pasaron años hasta que quienes dan premios se fijaron en que existía, pero eso es algo muy secundario. A mí me hacen mucha ilusión los premios, pero no trabajo por ellos. Lo importante en este oficio es ser actor con humildad y paciencia, entre otras cosas, porque aquí, las actitudes de divismo pasan factura. He visto con estos ojos actores que han estado muy arriba, se han vuelto muy divos y se han quedado muy abajo. Nadie quiere trabajar con alguien así de insoportable y, probablemente, tan poco inteligente.

Lo importante en este oficio es ser actor con humildad y paciencia, entre otras cosas, porque aquí, las actitudes de divismo pasan factura. He visto con estos ojos actores que han estado muy arriba, se han vuelto muy divos y se han quedado muy abajo. Nadie quiere trabajar con alguien así de insoportable y, probablemente, tan poco inteligente

Ocho premios de la Unión de Actores, más las dieciséis nominaciones, y los tres MAX, de seis candidaturas. Hablamos de dos galardones que decide el propio gremio. ¿Eso demuestra que sus propios compañeros le valoran y le aprecian?

Al menos les caigo bien, creo. Con esos premios yo interpreto que no solo les ha gustado mi actuación con un personaje concreto, sino que gusta cómo estoy en el oficio. Si eso es así, que tampoco estoy seguro, ando más que agradecido. El respeto de mis colegas es un patrimonio estupendo. Allí por donde he pasado he tratado de dejar un buen recuerdo, he intentado ser solidario, buen compañero, y espero que eso, mantenido en el tiempo, deje una estela. Esa, al menos, ha sido mi intención. Supongo que habrá gente que piense que soy un imbécil, pero bueno, si la mayoría me ve como un buen tipo, me doy por satisfecho.

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Cuatro años después de su estreno teatral empezó en televisión con Cervantes. ¿Hay menos quijotes en la producción de televisión de nuestro tiempo?

No creo… En las plataformas es evidente que se están haciendo propuestas arriesgadas y valiosas, entre otras cosas porque ahí la tiranía de las audiencias no lo absorbe todo. Incluso hay quien apuesta por temas políticamente incorrectos, y eso está muy bien. Ahora mismo la vanguardia narrativa de la ficción está más en la televisión que en el cine, salvo excepciones del cine de autor, que tiene poca repercusión.

Hace 25 años estuvo en Médico de familia, serie de culto de la España de fin del siglo XX. ¿El siglo XXI está para series familiares o eso es muy moñas para un mundo progresista?

El siglo XXI sigue estando para series familiares, aunque no es lo mismo Médico de familia que Modern family, por ejemplo. Hay muchas maneras de enfocar el asunto, pero las familias continúan siendo una fuente inagotable de historias. La familia es un núcleo humano donde se dan todas las emociones dentro de todas las relaciones posibles: amor incondicional, odio, irracionalidad, enamoramiento, envidias, rencores, promesas de eternidad…

A usted le ha tocado ser el ‘padre bueno’ en muchas historias.

Hacer el personaje de padre coraje en Desaparecida fue muy bonito y, además, me granjeó el cariño de muchísima gente. El de Guante blanco, también, aunque aquella serie tuvo menos repercusión. Esos dos personajes han creado en algunos telespectadores una imagen mía de buena persona que ha trascendido las pantallas. Esa paternidad que reflejan mis personajes creo que tienen algo de autenticidad. Si las personas de la calle acaban tocadas por un personaje quiere decir que les has llegado emocionalmente. El recuerdo emocional pervive muchísimo tiempo en la memoria de la gente.

Ha sido la voz de Carlitos-maduro en Cuéntame durante 20 años. Ha estado en Vis a vis y en El Ministerio del Tiempo. Y el año pasado comenzó a rodar Dime quién soy en la Basílica de Atocha. ¿El mix de cada personaje dentro le ha servido para conocerse mejor?

Seguramente. Ser actor te hace más tolerante y mejor persona, porque estás permanentemente metiéndote en las razones que llevan a un personaje a hacer determinadas cosas. Hacer de violador o de Hitler no quiere decir que justifiques el delito, sin embargo, te ayuda a calibrar cómo funciona la cabeza de esas personas para comportarse así. Analizar constantemente comportamientos de los seres humanos nos hace más abiertos y más comprensivos. Todos tenemos un por qué, aunque el por qué no siempre justifique un desenlace. Esto sirve para conocerse mejor a uno mismo, porque, sin querer, acabas haciéndote muchas veces esta pregunta: Y yo, en esa situación, ¿cómo habría reaccionado?

En 1986 se estrena en el cine. Desde entonces, 28 películas, seis de ellas dirigidas por José Luis Garci.

Con Garci he hecho cuatro películas: You’re the one, Historia de un beso, Tiovivo c. 1950 y Ninette. En las otras solo he hice un cameo. Salgo, pero casi de paso por delante de la cámara. En general, tengo a gala haber repetido prácticamente con todos los directores con que he trabajado. La primera vez que te llama un director puede ser porque no había otro, pero si repiten, es buena señal. En teatro, también. Con Miguel Narros participé en once montajes, con José Carlos Plaza, tres o cuatro; con Claudio Tolcachir voy por el tercero… Cuando un director y un actor se entienden, lo normal es que repitan.

¿Qué le ve usted a Garci que la Academia de Cine no le encuentra?

Garci tuve su desencuentro con la Academia lleno de mentiras y orquestado no sé por quién, pero desde luego, no por la oficina de Garci, como él supo demostrar sin que la Academia se retractara de manera clara. Otros directores se han enfrentado a la Academia, pero después han resuelto sus diferencias. Él se desconectó por completo, por eso es una especie de apestado dentro del mundo de la Academia de Cine…

Que pase eso en una entidad con afán de lucro o con intereses ajenos a toda una profesión, puede ser hasta lógico. Pero una Academia debería ser más independiente y velar de verdad por la calidad de su parcela cultural. Ese veto a Garci suena a decisión irresponsable.

Absolutamente, pero hay que pensar que dentro del cine hay muchas familias -la familia Almodóvar, la familia Trueba…- que van generando corrientes de opinión, a veces para estigmatizar al resto. El caso de Garci es particularmente injusto, porque es un tipo muy cercano que, además, trata muy bien a todos los actores que trabajan con él. Casi todos hemos repetido. En Tiovivo c.1950 estaba casi todo el cine español. Garci mi amigo y estoy encantado, porque es una persona estupenda, más allá de que en veamos el cine o entendamos la política de maneras diferentes.

También ha rodado a las órdenes de Pilar Miró y de Carlos Saura. ¿El artista que no aprende de un maestro está capado para esta profesión? ¿Los jóvenes sobradamente preparados son un peligro para la perseverancia en estos lares?

Quien no se abre a conocer gente nueva y a contagiarse del talento de los demás son solo un peligro para ellos mismos. En este oficio, mucho más.

Sus papeles preferidos son los de los personajes bien escritos y con chicha, dice ¿Cuál está en su podio y cuál espera que caiga?

Hay personajes que se recuerdan con más cariño, pero he tenido mucha suerte, sobre todo en teatro. En el cine ha sido diferente, porque me han tocado buenos personajes, pero nunca he estado en la película del año. Hay un papel de los de mi edad que creo que hubiera hecho bien y nunca me ha caído: el de Hamlet. Me he dado el gusto de hacerlo con una orquesta en un espectáculo precioso, pero no en un montaje como tal. Ya llego tarde por edad. El que quiero hacer tiene que ver con uno que hice, el de Edmund en Largo viaje hacia la noche. Allí, Alberto Closas hacía de mi padre y yo quiero hacer ese personaje. Debo tener seis o siete años más, pero me encantaría hacerlo y removeré Roma con Santiago para conseguirlo. Sería como un cierre de ciclo. Cuando lo haga, sentiré que le estoy haciendo un homenaje a Alberto Closas.

Habrá leído mil veces sobre usted: “Es un actor versátil”. ¿Hay actores que no lo sean? ¿Se puede ser actor sin mutar constantemente el quién, el cómo, el para qué?

No. Yo cambio mucho de género. He intentado ser multidisciplinar. He trabajado la voz para cantar, y he trabajado el cuerpo, para moverme mejor. Siempre me ha gustado ese modelo de actor anglosajón que es capaz de estar en disciplinas muy distintas, por eso he pasado del teatro clásico al contemporáneo, del contemporáneo a los musicales, y de los musicales a proyectos más minimalistas. No me gusta acomodarme. Me va recorrer todos los rincones del oficio para ver a qué huelen.

Por ejemplo, ha sido usted Felipe II -en Don Carlos y en El ministerio de tiempo- y el presidente del Gobierno, en Feelgood… ¿ha sentido en sus carnes la erótica del poder? ¿Dirigir es un escalón superior a actuar?

No me gustaría nada sentirme poderoso, entre otras razones quizás por eso nunca he querido dirigir, a pesar de las propuestas. No tengo necesidad de contar la historia desde los mandos, porque le tengo mucho respeto al trabajo de director, que a veces se frivoliza mucho. Una cosa es dirigir y otra, poner en pie. La dirección entraña muchas disciplinas complicadas. No todos los que se llaman directores lo son de verdad para mí.

¿Y la erótica del musical, capitán Von Trapp?

Esa sí. El musical crea adicción. Lo que pasa es que es muy cansado, porque físicamente exige mucho. A mí siempre me ha gustado cantar, pero llegar cada día al escenario y tener una orquesta en directo contigo es un trampolín para volar muy alto. El texto comunica mucho, pero la música aumenta ese alcance. El musical es un género que defiendo, y no entiendo por qué mucha gente lo infravalora, quizás porque el soporte de guion es un poco endeble y prima la belleza de la puesta en escena. He hecho Follies, Sonrisas y lágrimas, y Billy Elliot, y las tres historias me parece que están muy bien amuebladas. Es verdad que hay otros musicales livianos, pero para mí este es un género mayor. Cada vez más hay actores que están cantando y actuando muy bien, y eso tiene un mérito enorme. Levanto mi lanza por esos actores, que llevan mucho trabajo encima.

Además de Copenhague, próximos estrenos: Caronte, desde el 6 de marzo en Amazon Prime; y La maldición del guapo, en cines, en principio, en mayo. Dos personajes más bien irónicos y cínicos. Vivir entre ironías y cinismos debe ser agotador…

Sí, debe serlo. De todas formas, la ironía es un síntoma de inteligencia y a veces es un arma, pero no es que estos personajes la utilicen constantemente.

Lo digo porque mucha gente del ámbito de la cultura expresa habitualmente un punto elevado de ironía y cinismo, como si estuvieran de vuelta de apreciar al ser humano y la sociedad que habitamos.

A mí eso me cansa mucho. Suele pasarles a los actores que van de actores por la vida. Mis amigos de este oficio son actores que no parecen actores.

A usted le va “dormir con la conciencia tranquila”, “hacer las cosas bien”, y “no decir las cosas que me cuestan mucho”… Entiendo que no esté en redes sociales,

No estoy, porque quitan mucho tiempo, y porque, en general, veo que se utilizan mal. Ten en cuenta que los actores nos hemos pasado la vida intentando que nadie se enterara de qué hacíamos en nuestra vida personal, y ahora resulta que algunos son sus propios paparazzi: nos cuentan permanentemente qué hacen, cómo se sienten, a qué hora sacan al perro, dónde se van de vacaciones… Ese mundo, esa necesidad de opinar sobre todo lo que está pasando, me interesa muy poco. No es que sea un analfabético digital, porque estoy al día de todo. Este absentismo en las redes no es una cuestión generacional, sino una decisión personal. Tengo más tiempo para ver películas y leer libros.

En Billy Eliot se pone usted particularmente en el lugar del otro. Hasta se pone un tutú por amor a su hijo. ¿Somos ya esa sociedad o todavía somos ideas por encima de las personas?

Vemos que a nuestro alrededor conviven una red muy solidaria entre personas y un individualismo terrible de descalificación permanente contra quien no piensa como nosotros. Hay más cultura para ponerse de acuerdo y aceptar a quien es distinto, y, por otro lado, se están radicalizando las posturas de mucha gente en un ambiente más fascista.

En entrevistas e intervenciones públicas, usted dice a veces: “no sé”. Quizás es la expresión más gráfica de naturalidad de un siglo como el nuestro y de un ámbito como la cultura, donde siempre ha habido gente que lo sabía todo…

Es algo que refleja mi forma de ser. Hay algunas cosas de las que estoy muy seguro, pero cada vez dudo más de todo. La duda es buena. Siempre he desconfiado de la gente que cree saberlo todo. El dogmático y el poseedor de la verdad absoluta me dan miedo. 

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¿Ha hecho alguna vez de mujer?

No, me encantaría. Me han rondado proyectos en esa línea varias veces, pero al final no se han materializado.

Si ha hecho de hombre sin miedo a que se note que tiene corazón, que es vulnerable. No transmite usted ese prototipo de macho de esparto cien por cien testosterona.

Es que el macho testosterónico tiene muy poco interés y, además, no creo que yo dé el tipo… Cuando he tenido posibilidad, he intentado remarcar la sensibilidad en los personajes masculinos. He hecho papeles destacando a hombres sin miedo a mostrar sus sentimientos, a llorar en público, a mostrarse vulnerable. Eso también tiene mucho que ver con la masculinidad. Ser hombre no es ser un trozo de piedra insensible, todo lo contrario. Eso es un topicazo sin argumentos. La exclusiva de la sensibilidad no es de las mujeres.

Reivindica el cuento, los musicales, la poesía, el baile, las emociones. Vida compatible con el fútbol, vamos.

¡Todo es compatible con el fúbtol!

Ser hombre no es ser un trozo de piedra insensible, todo lo contrario. Eso es un topicazo sin argumentos. La exclusiva de la sensibilidad no es de las mujeres

Me cuentan que usted odió su voz porque quería una más profunda. Más de hombre. Y, sin embargo, usted es bastante su voz.

Las paradojas de la vida… Yo quería tener una voz grave [emula el tono], una voz azul marino, como le decía a Constantino Romero.  Con el tiempo me he ido conformando, hasta que me he reconciliado. Quererse con todas sus cosas es importante para madurar sin extravagancias.

Hablando de voces: ¿Es sano que haya artistas que se arroguen la voz de toda la cultura?

Eso nunca es sano. Los portavoces de la cultura no existen, porque este es un mundo muy diverso. Incluso aunque haya posiciones parecidas en según qué temas, siempre hay miles de matices en las opiniones de cada cual.  

¿Moraleja o moralinas?

Ninguna de las dos. ¿Para qué?

¿Un artista moralizador hasta dónde llega?

Más que moralizar, lo nuestro es despertar conciencias para que cada cual tome sus propias decisiones.

¿Los gobiernos de izquierda son buenos para la salud de la cultura, o eso es un tópico? ¿Este gobierno de pacto ha dado ya alguna muestra concreta de esperanza?

Los gobiernos de izquierda apoyan más la cultura… de boquilla. Soy de izquierdas, pero lo que yo veo es que la cultura no la apoya ningún Gobierno, ni de izquierdas, ni de derechas. Solo lo hacen cuando no hay más remedio, pero, en general, nos tienen muy poco considerados.

Usted ha llegado hasta los 42 años de viaje profesional sin parones. Lo de ser buen actor se le presupone. Quizás el éxito de la continuidad sea, más, ser buena persona.

Hacer la vida agradable a quienes tienes alrededor siempre merece la pena. Es lo que me enseñaron mis padres y es lo que intento. Así es más fácil que la gente se acuerde de ti. De todas formas, yo no me comporto así para que me llamen, sinceramente, es mi manera de existir.

Supongo que en estos días de confinamiento estará con su mujer…

Y con mi hija. Estamos aquí los tres.

25 años enamorado de Mapi, su mujer. El amor crónico existe y le hace feliz.

Somos muy afortunados. Nos seguimos queriendo mucho, incluso le diría que la quiero cada vez más. El tiempo va afianzando algo ya sólido de por sí. Nunca me ha tocado ningún premio en juegos de azar, pero en esta lotería me ha tocado el Gordo.

¿Usted sueña en verso?

No. Ni siquiera cuando hice teatro clásico… Los sueños que recuerdo son en prosa y, generalmente, más en color que en blanco y negro.

Déjeme que acabe con estos versos de Gabriel Celaya que me ha refrescado usted gracias a You Tube:

Educar es lo mismo

que poner un motor a una barca…

Hay que medir, pensar, equilibrar…

y poner todo en marcha.

Pero para eso,

uno tiene que llevar en el alma

un poco de marino…

un poco de pirata…

un poco de poeta…

y un kilo y medio de paciencia concentrada.

Pero es consolador soñar,

mientras uno trabaja,

que ese barco, ese niño,

irá muy lejos por el agua.

Soñar que ese navío

llevará nuestra carga de palabras

hacia puertos distantes, hacia islas lejanas.

Soñar que, cuando un día

esté durmiendo nuestra propia barca,

en barcos nuevos seguirá

nuestra bandera enarbolada.

¿Marino?

Tengo alfo de marino aventurero, sí, por aquello de ir buscando constantemente nuevos puertos y nuevos rumbos en este oficio y en la vida.

¿Pirata?

De pirata tengo poco, la verdad. Alguna vez habré asaltado, quizás sin darme cuenta.

¿Paciente?

Sí. Ser actor es un viaje de trayecto largo y no todo llega a la velocidad que uno quiere. Quizás en lo personal soy más impaciente…

¿Poeta?

Ojalá. Tuve un maestro de teatro que decía: “Cuando un texto es bueno en prosa, lo tiras al aire y cae en verso”. Si eso es verdad, alguna de las frases que haya dicho en algún momento igual se ha convertido en verso.

Maestro, que salga el sol por Copenhague cuanto antes, porque será señal de que hemos salido de este búnker, señor Heisenberg.

Muchas gracias. Saldrá el sol y saldremos todos

REBOBINANDO

Carlos Hipólito no está en Instagram. Quizás no sabemos qué ejercicios hace estos días, ni si aplaude a las 20.00, ni si empujó a salir a los balcones para mandar señales de humo y cacerola a la Casa Real. Es más: quizás mucha gente no le ponga cara por el nombre. Qué gran conquista estar ante el público durante 42 años, ser un actor reconocido, y pasar desapercibido entre las calles del postureo. Si la cultura es cultivo y no pedestales, este hombre está a pie de huerto, porque ha sabido relativizar lo coyuntural y ha macerado lo estructural con una sabiduría de honestidad admirable en medio de esta tiranía de likes que mueve tantos naufragios. 

Ni es el único, ni es el máximo exponente, que va, pero Hipólito es uno de esos actores clásicos que desintoxican el teatro, el cine y la televisión de superficialidades paralelas. Un clásico, también en la versión de Ítalo Calvino en su ensayo sobre las lecturas: “Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”. Aunque en esta conversación Carlos Hipólito diga muchas cosas, la obra queda abierta. Un clásico es el fruto de 42 años al horno, una carrera constante, muchas metas, un estilo de ser y de actuar, un aire, un modelo de vivir la profesión, un hecho-a-mano libre y sin dejes gregarios, un amigo y un crítico, un hijo y un padre, un pasado, un presente y un futuro.

Un clásico, recuerda Calvino con otras palabras, es la thermomix de los saberes precedentes hechos carne, una novedad lógica sin estridencias, un fruto maduro colgando de su árbol genealógico, un ruido de fondo que suena a música y verdad en un escenario de fuegos artificiales.

Aquí, confinados, cuando el montaje se cae a trozos por un virus, esperanzados pero realistas, sacamos lustre a los clásicos apostatando de la purpurina. Lo permanente. Lo bueno. Lo grande. Lo estable. Lo imperecedero. Hasta el mundo donde danza la cultura tiene su cielo.

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