La utopía del deber de proteger

Se ha utilizado en algunas resoluciones de la ONU, aunque no figura lógicamente en la Carta.

No es necesario recordar la doctrina inicial de la injerencia humanitaria ‑pronto sustituida por el término intervención, lingüísticamente menos duro‑, para justificar la suspensión de la soberanía de un Estado e imponer medios coactivos destinadas a salvaguardar los derechos humanos y, en general, a poblaciones civiles indefensas.

Para actuar de ese modo, tan contraria a la esencia del Estado moderno, desde Bodino, se exigía una decisión unánime del Consejo de Seguridad de la ONU. Ese requisito choca con la existencia del derecho de veto de los miembros permanentes de ese organismo, que no se ha podido reformar, a pesar de tantos intentos de dotar a las Naciones Unidas de un nuevo estatuto que actualizase las transformaciones de la escena internacional en la segunda mitad del siglo XX.

No ha sido posible y, por eso, en el siglo XXI, la comunidad internacional ha dado la impresión de estar atada de pies y manos. Como mucho, salvo en el caso de Libia, se aprobaba la presencia de cascos azules, como fuerza de interposición, pero excluyendo acciones bélicas contra posibles violadores de derechos humanos. Basta pensar en el antiguo Dafur y en el actual Sudán del norte y del sur, aunque aquí no se puede decir que rija la justificación a partir de la existencia de hidrocarburos (la supuesta “excusa” de la fulminante intervención contra Muammar el-Gaddafi).

Pasa el tiempo, y no avanza la construcción de un nuevo orden internacional a tono con el siglo XXI. Kofi Annan abandonó la secretaría general de la ONU sin conseguir modernizar su Carta. El gran escollo fue el absoluto de la soberanía estatal, contra el que se estrellan las mejores intenciones, salvo casos flagrantes como los que justificaron la intervención de la OTAN en los Balcanes. No ha sido así, en cambio, a pesar de los esfuerzos del propio Annan, en el caso de Siria.

Y eso que se han ido concatenando casos que clamaban al cielo: hace justo cuatro años, el mundo observó atónito la impunidad de la Junta militar que gobernaba Birmania dictatorialmente: llegó a impedir la recepción de las ayudas promovidas por la solidaridad internacional tras catástrofes naturales; además, derivó buena parte de esos recursos a objetivos interesados. De nada sirvieron las voces que reclamaban el derecho a la protección humanitaria de la población, en contra de la propia Junta.

En realidad, la suspensión de la soberanía estatal no debe considerarse tanto una injerencia o intervención, como una manifestación de la necesaria protección humanitaria ante el fracaso de la política y la diplomacia, frente a la trágica espiral de violencias y represalias. Ciertamente, es una utopía. Basta pensar que grandes potencias como Estados Unidos, Rusia o China, con derecho de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU, no aceptan tampoco la existencia del Tribunal penal internacional de La Haya surgido del tratado de Roma de 17 de julio de 1998, que acaba de dictar ahora su primera sentencia.

La reforma de la Carta de la ONU resulta urgente, para adaptarse a un mundo muy diverso del que existía tras la II Guerra mundial. El fenómeno de la creciente globalización exige respuestas jurídicas también internacionales. No es admisible que el mundo se sobrecoja ante graves violaciones de los derechos humanos, que las imágenes de televisión convierten en algo próximo, casi familiar, y sólo pueda lamentar luego la inoperancia de la ONU para asegurar el imperio del derecho internacional. Aunque la presencia de cascos azules y vehículos blancos forme parte también del imaginario colectivo ante conflictos o situaciones de emergencia.

El futuro de la paz en un mundo globalizado exige procedimientos jurídicos semejantes a los que han encauzado las tensiones violentas en los países democráticos: leyes consensuadas por los representantes del pueblo, políticos elegidos para desarrollarlas y jueces independientes que sancionan su incumplimiento. El deber de proteger se configura como evidente exigencia ética en un mundo globalizado, al menos, en frase de Juan Pablo II, como “último recurso para detener la mano del agresor injusto”.

 
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