Malestar de fondo y desmoralización

G. Lemaître, sacerdote y cosmólogo belga, formuló en los años treinta la hipótesis del big bang, según la cual la Creación del mundo fue puntual e instantánea. En el debate que siguió a su propuesta se dijo que si el mundo tuvo su comienzo en esa gran explosión, debería haber quedado como huella una radiación de fondo. Efectivamente, esa radiación de microondas se descubrió en 1965, y hoy la hipótesis del big bang goza de aceptación general.

Llevo tiempo observando la realidad social europea y advierto un malestar de fondo, parecido a la radiación de Lemâitre. Supongo que esa desazón puede atribuirse a la conciencia del declive europeo a partir de la Segunda Guerra Mundial, perceptible  en casi todos los órdenes: demográfico, político, económico, científico y tecnológico, militar.  Somos un actor cada vez más secundario, condenado a una creciente irrelevancia.

La globalización empeora todavía más las cosas. A pesar de nuestra secular vocación cosmopolita, nos sentimos inseguros en un mundo grande y complejo, en el que cuesta orientarse. Como reacción rebrotan el nacionalismo y la xenofobia en política y el proteccionismo en economía. La clase política tradicional parece desbordada, se ha alejado de la ciudadanía y no da la impresión de estar a la altura, lo que favorece el populismo. Crece el anhelo de seguridad y estabilidad; el triunfo y el prestigio de Angela Merkel, en Alemania y en el extranjero, reflejan de modo cabal ese estado de ánimo. El oportunismo y la defensa del status quo  como programa le han bastado para triunfar en las últimas elecciones alemanas.

¿Cuál puede ser la raíz, el big bang responsable de ese malestar que está en el ambiente? No es seguro que se pueda individuar una causa última. En los fenómenos sociales complejos resulta imprescindible tener en cuenta una pluralidad de causas o factores. De ahí que los sociólogos prefieran hablar más bien de la correlación de variables antes que de conexiones lineales entre causas y efectos.

Resulta imposible establecer un diagnóstico riguroso en unas pocas líneas, pero me atrevo a formular una hipótesis: la raíz profunda de la desmoralización que sufrimos está en el desprecio a la vida humana, manifestado en prácticas como el aborto o la eutanasia. Si una sociedad considera tolerable, más aún, da por bueno que podemos eliminar el embrión en el seno materno o acabar con el ya nacido cuya vida no reúne la calidad deseable –iba a escribir “adulto”, pero en Holanda y Bélgica ya se permite la eutanasia infantil--, las demás infracciones acabarán pareciéndonos minucias, desviaciones sin importancia. Evadir impuestos, pagar o cobrar comisiones, prevaricar, mentir –al electorado, a los accionistas, al cónyuge, a los clientes o proveedores, a las audiencias--, robar: quien acepta el delito mayor como algo normal, ni siquiera advertirá la gravedad de los delitos menores.

En Europa se han realizado decenas de millones de abortos en los últimos decenios. Si además de las madres tenemos en cuenta a los padres y a otros parientes y amigos implicados, son muchos los millones de personas que tienen las manos manchadas de sangre. Tenemos ahí una bolsa de sufrimiento de grandes dimensiones, que nuestras sociedades apenas tematizan: no es de buen estilo hablar de esa inquietante realidad. Sobre todo lo que rodea la práctica del aborto se ha decretado un apagón informativo, y quien infringe esa ley no escrita aparece como un enemigo de la paz social, como alguien que hace peligrar un consenso precioso.

El proyecto de reforma de la ley del aborto, anunciado recientemente por el Gobierno, permitirá debatir sobre aspectos centrales de la condición humana y social, y esto me parece muy positivo (supuesto, claro está, que seamos capaces de dialogar con un mínimo de serenidad, algo que no está resultando fácil hasta el momento). Afortunadamente, en la vida pública hay algo más que economía.

Alejandro Navas

Profesor de Sociología de la Universidad de Navarra

 
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