Acuerdo nuclear con Irán: entre la euforia y la desconfianza

“Confía, pero verifica”. La conocida frase atribuida a Reagan, tras el inicio de las negociaciones de reducción de armas nucleares con Gorbachov, es también aplicable al acuerdo alcanzado en Ginebra entre Irán y el grupo 5+1 (EEUU, Rusia, China, Francia, Reino Unido y Alemania). El acuerdo despertó cierta euforia en algunas cancillerías y en un gran número de medios de comunicación, que vieron alejarse el fantasma de una supuesta guerra. En realidad, no era tanto una cuestión bélica, por muchos rumores que corrieran sobre un ataque conjunto de norteamericanos e israelíes, sino un juego diplomático capaz de alterar el tablero geopolítico de Oriente Medio. Es cierto que el tema nuclear, con límites para el programa iraní a cambio del levantamiento de sanciones, es el núcleo central de esta historia. Con todo, puede haber otras consecuencias que influyan en futuros acontecimientos.

En primer lugar, están los aspectos técnicos del “Plan de Acción Conjunta”. Teherán reduce el alcance de su programa nuclear y renuncia a enriquecer uranio al veinte por ciento, quedando el porcentaje al cinco por ciento. De hecho, los iraníes lo consideran una victoria, pues en el texto del acuerdo no hay ninguna prohibición expresa del enriquecimiento de uranio. Antes bien, se señala en el preámbulo que el objetivo a alcanzar es “un programa mutuamente definido de enriquecimiento con límites prácticos  y medidas de transparencia para asegurar la naturaleza pacífica del programa”.  El Plan de Acción se caracteriza por su flexibilidad, pues se basa en un principio, que además cita, y que es practicado habitualmente por los negociadores internacionales: “Nada está acordado hasta que todo esté acordado”. Por tanto, muchas cosas pueden cambiar sobre la marcha porque nada está cerrado definitivamente. En cualquier caso, el fin de las sanciones es inminente. Así lo confirmaba poco después, Laurent Fabius, ministro francés de Asuntos Exteriores, el político más reticente al acuerdo, que está convencido, o quiere convencerse, de que el acuerdo supone que Teherán renuncia a la energía nuclear de carácter militar y la sustituye por la civil. A este respecto, se lee en el preámbulo: “Irán reafirma que bajo ninguna circunstancia buscará o desarrollará armas nucleares”.

Los iraníes siguen insistiendo en que nunca han tenido el propósito de dotarse del arma nuclear. Sin embargo,  si los occidentales no hubieran tenido la sospecha de que esto no era cierto, no habrían puesto en marcha las sanciones que, pese a todo, y tras las reticencias rusas y chinas en el Consejo de Seguridad, han demostrado su utilidad. En efecto, han sido una de las causas por las que Teherán ha aceptado una supervisión internacional de su programa nuclear. El historiador francés Pierre Razoux ha comprobado que Irán solo es capaz de aceptar un compromiso si se dan tres premisas: si obedece a sus intereses, si las arcas del Estado están vacías, y si existe una amenaza seria de intervención militar extranjera. El régimen iraní se ha dado cuenta de que su supervivencia -y su consolidación-, dependerá de una cierta distensión en sus relaciones internacionales. El discurso incendiario del anterior presidente, Mahmud Ahmadineyad, no es de utilidad. Hay otras formas de defender el nacionalismo y la fe chií, bien amalgamadas en el régimen de Irán, y la nueva forma la encarna el nuevo presidente, Hassan Rouhani. Se ha convertido en la cara amable del régimen, sin dejar de reiterar que tiene la plena confianza del ayatolá Jamenei, líder supremo de la Revolución. Por cierto, este dirigente religioso habló en un discurso, el pasado mes de septiembre, de “flexibilización heroica”. Fue pocos días antes del discurso de Rouhani en la Asamblea General de la ONU y de su posterior conversación telefónica con Obama.

Rouhani asume el protagonismo con su nuevo papel conciliador, pese a ser el mismo hombre que, hace una década, lanzaba abiertas críticas contra americanos e israelíes. Hace invisible a Jamenei, sin dejar de contar con su beneplácito. Con este planteamiento, no es extraño que algunos medios occidentales resalten como muy significativo en su biografía que el presidente obtuvo un doctorado en Derecho Constitucional por la universidad de Glasgow en 1999. Sin embargo, este dato nada nos aporta sobre su ideología o sus intenciones. Tiene tan poca entidad como aquel rumor que afirmaba que Andropov, ex jefe del KGB y sucesor de Breznev en el PCUS, era un apasionado del jazz, de las novelas policíacas americanas y del whisky.¿Le convertía esto en alguien destinado a establecer un clima de distensión con Washington?

En cualquier caso, Rouhani no es el Gorbachov iraní. No se propone, ni podría, reformar el sistema. ¿Qué papel tienen actualmente en la política los presidentes que fueron sus antecesores? De él, cabe esperar grandes dosis de pragmatismo, necesarias para el levantamiento de las sanciones y de la prosecución del programa nuclear iraní. Es lo que busca además la Administración Obama, deseosa de lograr un éxito diplomático en el exterior que compense los reveses y el descenso de popularidad del presidente en el ámbito interno.

Pero no es menos cierto que los contactos de la Casa Blanca con Teherán tienen el propósito de ir más allá del acuerdo nuclear. Al igual que sucedió con el viaje de Nixon a China, en una de esas semejanzas históricas a las que nos tiene acostumbrados el actual presidente, hay que buscar algún tipo de entendimiento con los iraníes que permita a Washington soltar lastre en los asuntos de un Oriente Medio que solo le ha producido sinsabores. La China de Mao era también una ideocracia, como la república islámica iraní, aunque supo avenirse con el máximo representante del capitalismo, pues había un enemigo común, la URSS. Enemigo común es, desde luego, el terrorismo de Al Qaeda, aunque la red integrista esté ahora más debilitada, aunque no es menos cierto que ese tipo de integrismo ha encontrado valedores en Arabia Saudí o Pakistán, aliados tradicionales de Washington, en los que ahora mismo no puede confiar del todo, y que son además adversarios del régimen chií de Teherán. Tampoco agrada a los iraníes que los talibanes puedan retornar al poder en Afganistán tras la retirada de las fuerzas de la OTAN. Con todo, será un juego arriesgado si el mundo árabe, mayoritariamente suní, se dejara llevar por la percepción de que EEUU está forjando una alianza con los chiíes y ha dejado a sus antiguos aliados en la estacada.

Antonio R. Rubio Plo es analista de política internacional y profesor de política comparada.

 
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