Ginebra II: la estabilidad antes que la democracia

Lo escribió el periodista Con Coughlin en el Daily Telegraph en julio de 2013: hay que aceptar la realidad de que el presidente sirio Bachar Al Asad no va a dejar el poder. Pese a la tajante afirmación de un analista que conoce bien Oriente Medio desde los años de la guerra civil libanesa, hay quien pensó que la hora de Asad estaba próxima. Creían que EEUU y Francia asestarían un golpe decisivo a su régimen cuando se tuvieron noticias de otro ataque con armas químicas contra la población civil. En las semanas siguientes se demostró que esto tampoco iba a suceder. Asad no era Gadafi y Occidente se conformaría, gracias a una jugada maestra de Putin, con la destrucción verificada de las armas químicas sirias. Esto suponía la preservación implícita del régimen de Damasco, que pronto tomó además la iniciativa en el terreno militar. Sus aliados rusos e iraníes le apoyaron decisivamente, en contraste con las indecisiones y desacuerdos de Europa y EEUU.  La conferencia de Ginebra II, iniciada el 22 de enero, se convierte así no en unas negociaciones de paz sino en una exhibición de fuerza diplomática de Asad y sus aliados frente a una oposición tan dividida como desmoralizada. Pero lo peor es que las facciones integristas de Al Qaeda le han arrebatado también la visibilidad.

Coughlin reconocía hace unos meses que Asad sobreviviría si bien no podía aspirar a recobrar el control total del país, dividido en líneas sectarias. Los alauíes de Asad conservarían principalmente Damasco, así como áreas montañosas junto a la costa. La situación sobre el terreno apunta a un estancamiento que recuerda al Líbano de hace años. Este panorama geopolítico es poco favorable a un acuerdo de paz estable y menos todavía a un proceso de reconciliación nacional y normalización política. La oposición presente en Ginebra no podrá exigir la dimisión de Asad como paso previo a la celebración de elecciones libres. El presidente sirio se siente más fuerte que nunca e incluso puede permitirse el lujo de ofrecerse a Occidente como un baluarte contra el terrorismo de Al Qaeda. Sus diplomáticos no hablan de proceso de paz sino de “lucha contra el terrorismo”, la misma expresión que emplean, por cierto, los militares egipcios. En consecuencia, la alternativa que se le ofrece a Occidente, como apuntaba Javier Solana, no es la lucha contra el régimen de Asad sino la lucha contra Al Qaeda, un enemigo mucho más peligroso no solo en Oriente Medio sino en las naciones europeas de donde han partido sus combatientes para luchar en Siria. En consecuencia, se apuesta por la estabilidad y no por la democracia, el mismo planteamiento utilizado por las diplomacias americana y europea en sus relaciones con los regímenes de Ben Alí, Gadafi o Mubarak.

El horizonte de Ginebra II no será, pese a todas las retóricas, la democracia o la paz sino el alto el fuego y el cese del flujo de refugiados que se extiende por los países vecinos de Siria. El argumento humanitario será uno de los más empleados por los negociadores internacionales. Los argumentos políticos quedarán supeditados, y no podía ser de otro modo, al cese de las armas, lo que equivale a posponerlos o a condenarlos a la inacción. El cese de las armas nunca será completo, pues el conflicto ha creado una geografía sectaria y convulsa. Las fronteras de Siria, como las de otros países de la región, seguirán sobre el papel, pero la fragmentación política y religiosa, al igual que en Irak, se habrá asentado. Por lo demás, asistimos a la consolidación de un eje chíi desde el Mediterráneo al Golfo Pérsico, compuesto por Hezbolá y los gobiernos sirios, iraquí e iraní. Este eje habría sido, en un tiempo no muy lejano, la bestia negra de americanos y europeos. Sin embargo, asistimos ahora a la paradoja de que los occidentales, y en particular, Washington lo consideren como un aliado no confesado contra Al Qaeda.

Antonio R. Rubio Plo es analista de política internacional y profesor de política comparada.

 
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