Golpe fallido en Turquía: ¿Un “regalo de Dios”?

Puede que haya sido un regalo para Erdogan, pero  para Turquía. Es una amarga victoria que la intervención militar se haya cerrado con 265 muertos y 2839 detenidos, sin contar las depuraciones en la administración de justicia.

La versión oficial es que la democracia turca se ha salvado de una dictadura militar, cuando, en realidad, esto no era un fin en sí mismo. El golpe ha estado dirigido contra el presidente de la república y en el programa de los sublevados, difundido desde Ankara por la televisión estatal, figuraba la formación de un consejo de gobierno provisional y los preparativos para redactar una constitución que supuestamente restauraría la democracia en Turquía. En este sentido, el espíritu que animaba a los golpistas no era muy diferente del de las intervenciones militares de 1960 y 1980, que dieron lugar a nuevas etapas políticas con nuevos textos constitucionales. Sin embargo, la sociedad turca de hoy poco tiene que ver con la del pasado reciente. Las victorias consecutivas del partido islamista AKP desde 2002 han cambiado el escenario político, y los partidos de la oposición, socialdemócratas, nacionalistas o kurdos,  no han podido debilitar esta hegemonía. Era, por tanto, comprensible que un partido que obtiene más del 50% de  los votos contara con el respaldo popular suficiente para lanzar a sus partidarios a la calle siguiendo las consignas de Erdogan de “defender la democracia”. De ahí la multiplicación de vigilias y manifestaciones ciudadanas en las ciudades turcas. Los partidos de la oposición poco tienen que agradecer a Erdogan, pero tampoco sus abiertas discrepancias con el jefe del Estado podían llevar a un apoyo a un golpe que suponía el retorno de la intromisión directa de los militares en la vida política. De hecho, los golpes del pasado perjudicaron a toda la clase política y no solo a aquellos que fueron desplazados del poder. Tocaba, por tanto, expresar abiertamente su apoyo a Erdogan y que éste se lo agradeciera, con abierta satisfacción.

Quizás el principal error de los golpistas, si así lo pensaron, fue creer que en Turquía se pudieran reproducir los sucesos de Egipto en julio de 2013: el derrocamiento del presidente islamista Mohamed Morsi. Aquello fue a la vez un golpe militar y un levantamiento popular que volvió a llenar la plaza Tahrir en El Cairo. Esto explica que, pese a las obligadas reticencias ante un golpe de estado, las reacciones de EEUU y Europa fueran comedidas porque buscaban la estabilidad para Egipto, ayer con Mubarak y hoy con El Sisi. En cambio, en Turquía solo es una parte del ejército, aunque nada desdeñable, la que se ha alzado en armas. No ha sido un levantamiento cívico-militar y ante el cariz de los acontecimientos, los líderes occidentales expresaron su apoyo a la democracia turca tras una inicial y no menos obligada cautela. No deja de haber un cierto pragmatismo en esta postura. Es verdad que el golpe habría puesto fin al gobierno del incómodo e imprevisible Erdogan, aunque habría abierto un nuevo frente en Turquía en unos momentos en que este país es esencial en la lucha contra el Daesh. Es un escenario de pesadilla imaginarse que desde las mezquitas de todo el país, y en especial de la Anatolia profunda, se hicieran llamamientos a la resistencia contra los militares y en apoyo a un presidente islamista. Si en un solo día ha habido tantos muertos, no es descabellado que podría haber muchos más en un clima de guerra civil. Las consecuencias serían terribles para lo que quedara de la democracia y el Estado de Derecho turcos.

Y cómo Erdogan se cree más indispensable que nunca para Washington, el gobierno turco no deja de aprovechar la oportunidad de solicitar la extradición del clérigo Fetulá Gülen, en otro tiempo aliado de Erdogan, al que acusa de instigar el golpe. Sería una prueba de buena voluntad del aliado americano con la democracia turca. Es ciertamente una cuestión judicial, no política, pero también una ocasión para el presidente turco de exhibir firmeza ante su pueblo. Con independencia de la extradición de Gúlen, el golpe podría brindar a Erdogan otra oportunidad para reformar una constitución que hiciera de Turquía la república presidencialista buscada desde hace tiempo. Ganar un referéndum en este sentido, ya que no dispone de la mayoría parlamentaria suficiente para la reforma, sería su gran victoria.

Se entiende que Erdogan haya dicho que el golpe militar es un “regalo de Dios”. Pero en la inestable Turquía de hoy, acosada por problemas exteriores e interiores, los regalos también tienen fecha de caducidad.


 
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