La decepción de Arabia Saudí

El acercamiento entre Irán y EEUU, escenificado en el discurso del presidente Rouhani en la Asamblea General de la ONU y en la conversación telefónica entre el mandatario americano y el iraní, produce inevitables efectos colaterales en el mapa geopolítico de Oriente Medio. Los aliados tradicionales de Washington en la región, que cifraban sus esperanzas en el aislamiento de la república islámica de Irán y en la caída de su aliado sirio Bachar el Asad, se encuentran con hechos consumados de la diplomacia de Obama.

La Rusia de Putin ha evitado el ataque de los americanos contra Siria, y Asad tiene grandes posibilidades de que su régimen sobreviva en contrapartida de la destrucción de sus armas químicas. La Conferencia de Ginebra II, cuya apertura está prevista para el 23 de noviembre, puede ser un balón de oxígeno para un régimen que se aferra al statu quo, doctrina oficial de su aliado ruso, y un revés para una oposición siria demasiado fragmentada para ser una alternativa real de poder. A los saudíes les irrita que su viejo enemigo, el clan de los Asad, propagador del socialismo panarabista en los años de la guerra fría, sobreviva a una de las guerras más encarnizadas de los últimos años. Para ellos supone el triunfo del bloque chií en diversos territorios de Oriente Medio, con lo que esto puede tener de revulsivo para las minorías chiíes de las monarquías petroleras del Golfo Pérsico. La supervivencia de Asad es una victoria para el régimen integrista chií de Irán que, tarde o temprano, y por mucho que haya aceptado la reducción del enriquecimiento de uranio para su programa nuclear, tendrá acceso al arma atómica, con la consiguiente ventaja, al menos teórica, sobre Arabia Saudí y sus aliados del Golfo.

Todo explica la aparatosa renuncia saudí a un puesto de miembro no permanente del Consejo de Seguridad, que ha de interpretarse, ante todo, como una llamada de atención a EEUU, un viejo aliado desde aquella histórica entrevista de 1945 entre Roosevelt e Ibn Saud. Los saudíes se sienten traicionados porque Washington no ha cumplido sus promesas de dar ayudas más consistentes a la oposición siria en su guerra contra Asad. Los americanos pensaron que la caída del régimen estaba cercana, sobre todo tras algunos atentados espectaculares de los rebeldes, aunque no supieron valorar la determinación de los guardias de la revolución iraníes y de la milicia libanesa Hezbolá para apuntalar al presidente Asad y contribuir a estabilizar el conflicto. Arabia Saudí ha visto excesiva cautela por parte de la Administración Obama, decidida a no dejarse llevar por afanes humanitarios intervencionistas, frutos de la emoción del primer momento. El realismo asumido por Washington en política exterior, en el que se mezclan consideraciones económicas, estratégicas y de miedo a las reacciones de la opinión pública, está convenciendo a los saudíes de que sigue siendo verdad aquello que dijo Lord Palmerston hace más de siglo y medio: los Estados no tienen amigos permanentes sino intereses permanentes.

Más delicado es el asunto iraní. Obama parece empeñado en repetir el éxito del viaje de Nixon a China, uno de los hitos de la diplomacia americana. Aquí los pasos serán más cautelosos y discretos, pues el presidente demócrata se enfrenta con la decidida oposición de los legisladores republicanos en la Cámara de Representantes, decididos a no levantar las sanciones a un régimen al que consideran amparador del terrorismo. Lo que parece claro es que el diálogo Irán-EEUU va ir mucho más allá de la reducción de uranio enriquecido o del levantamiento de sanciones. El diálogo apostará por estrategias comunes de cooperación. De ahí que Washington necesite creer con todas sus fuerzas en que los persas son una de las grandes civilizaciones de la Historia y que no entra dentro de sus propósitos la propagación revolucionaria de su fe religiosa. De hecho, en 1972 Nixon no debía de creer en la difusión universal del maoísmo, en contraste con su anticomunismo virulento de los años 50, porque estaba convencido de que el camarada Mao era un gran pragmático. No se equivocaba, al menos en esto, porque tanto Lenin como Stalin también lo fueron. Por lo demás, es muy probable que algunos de los asesores de Obama haya leído How Enemies Become Friends, el libro de Charles Kupchan, analista del Council on Foreign Relations, publicado en 2010, y que es un repaso histórico a sorprendentes cambios de alianzas.

En consecuencia, el enfriamiento de las relaciones entre saudíes y americanos es inevitable. ¿Será Arabia Saudí el Pakistán del Golfo Pérsico, respecto a EEUU? Lo sensato sería no avanzar en el deterioro de la relación, pues siete décadas de asociación estratégica no pueden borrarse de la noche a la mañana. Las negociaciones con Irán deberían ir acompañadas de la búsqueda de garantías para los aliados tradicionales de Washington. En cualquier caso, hay que evitar la percepción, aunque no se corresponda con la realidad, de que EEUU apuesta por los chiíes frente a los suníes, que son mayoritarios en el mundo musulmán. La apuesta por los chiíes, en particular por Irán e Irak, fue el consejo del politólogo francés Gilles Kepel a la Administración Bush en un artículo publicado durante la invasión de Irak. La carta chií debía ser la baza de su juego regional para contrarrestar a unos Estados suníes en los que no se puede confiar, pues de ellos partió el terrorismo islamista. Pero es mejor la equidistancia en un conflicto secular entre musulmanes. La audacia diplomática, con el riesgo de sus posibles carencias de conocimiento sobre temas históricos y religiosos, es una cosa. El pragmatismo es otra muy diferente.

 
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