Aurelio Ruiz Enebral

Qué es España

'El abrazo', de Juan Genovés.
'El abrazo', de Juan Genovés.

La costumbre nacional de cada 12 de octubre es preguntarse, y responderse, la duda de Ortega y Gasset: “Dios mío, ¿qué es España?”.

Para muchos España es al menos el sustituto del psicólogo. En unos casos, es la culpable de los impuestos (“Espanya ens roba”), de que los trenes se retrasen, de que les roben el móvil en el metro y hasta de que se les quede pegado el arroz de la paella.

Al menos España les sirve para encontrar un motivo a todos los males, y para jugar sin mucho peligro a la épica de la revolución. Bien, que ustedes lo aprovechen.

Para otros, España es un morrión y una pica, el rojo y el amarillo, hablar de Covadonga y echar de menos tiempos pasados, pero sobre todo peores.

También los hay que, muy solemnes ellos, proclaman que España son “los servicios públicos”, la sanidad y la educación, los funcionarios, supongo que también el BOE y la Ley de Contratos del Sector Público.

Otra tradición del 12 de octubre es que circule por WhatsApp un vídeo que adapta un artículo que escribió un periodista, bajo seudónimo, con el título “Qué bonita eres España” y que comienza con aquello de “España no es sólo un trozo de tierra o los colores de una bandera. España es mi familia, mis padres que sudaron sangre y lágrimas por mí, su trabajo, sus esfuerzos...”.

Cada cual tiene una España, hecha de recuerdos de infancia, de viajes, de referencias culturales, de ideas políticas y de emociones personales.

“Dios mío, ¿qué es España?”. Respondo a don José.

España son nuestros padres y abuelos. Esos que se criaron en pueblos a los que iba llegando la televisión, que cavaban, segaban, vendimiaban, vareaban, pescaban, picaban en una mina y conducían rebaños de sol a sol, con el fuego del verano y el hielo del invierno, sin coger puentes ni hacer escapadas de fin de semana a Florencia o a Oporto. Son ellos y todos sus antepasados que tuvieron que ganarse la vida terrón a terrón de tierra.

 

España son los aplausos a las ocho de la tarde desde los balcones en la primavera negra de 2020: los aplausos a los médicos, los enfermeros, los trabajadores de limpieza, los policías, los militares, los empleados de supermercados, los camioneros, todos los que se mantuvieron al frente mientras los demás nos encerrábamos en casa. Nos aplaudíamos a nosotros, mientras llorábamos a nuestros muertos, los de cada uno en particular y los de todos, porque todos los muertos eran de todos nosotros.

Los voluntarios para limpiar chapatote de las playas de Galicia también son España, como lo fueron las colas para donar sangre cuando nos mataron a casi 200 de los nuestros en trenes de Madrid un 11 de marzo. España son las flores y velas que taparon el mosaico de Miró en la Rambla de Barcelona por la sangre de los inocentes asesinados un 17 de agosto, y los puños en alto por la matanza de los abogados laboralistas de Atocha en el 77.

España es la rabia desbordada en las calles por el asesinato a cámara lenta de Miguel Ángel Blanco. Son las manos blancas, las lágrimas y los millones de personas que esos días fueron vecinos de Ermua.

También es un funeral clandestino por un guardia civil reventado por una bomba, y la soledad de los padres, las viudas y los huérfanos a los que dejaron solos cuando los cobardes de la boina y la capucha cazaban policías, militares, jueces, periodistas. España son los concejales que por no agachar la cabeza perdieron su libertad, a veces la vida, y sólo ganaron miedo, escoltas y muchas mañanas de mirar los bajos del coche.

España son los perdedores de su Historia, como los llamó Fernando García de Cortázar. Son los judíos expulsados en 1492, y los perseguidos antes y después de ese año. Son los moriscos, los luteranos. Son todos los que se tuvieron que esconder, que tuvieron que disimular o tuvieron que huir por sus creencias religiosas, sus ideas políticas, sus orientaciones sexuales.

Los exiliados de todas las épocas son, como pocos, España. Los ilustrados, los afrancesados, los liberales, los progresistas, los republicanos, quienes para salvar la vida tuvieron que cruzar la frontera porque había a quien le sobraban españoles.

Para mi España son los caídos en todas nuestras (muchas) guerras civiles, porque si algo nos ha gustado ha sido matarnos entre nosotros. Lo son, especialmente, los muertos en nuestra última guerra, esos de quienes Azaña dijo que “abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: paz, piedad, perdón”.

España, la España que hoy celebramos y que todos los días vivimos, son también quienes desde hace dos siglos han luchado por la libertad, la igualdad, la justicia, la dignidad y el pan. Quienes defendieron nuestra independencia frente a los franceses y quienes hicieron nuestra propia revolución en Cádiz. Quienes declararon que España no es patrimonio de ninguna persona ni familia, sino la reunión de todos los españoles, a quienes corresponde la soberanía.

Mi España es el abrazo que demasiadas veces hemos tenido que darnos después de acuchillarnos: el apretón de manos de Adolfo Suárez y Dolores Ibárruri, y la visita de los reyes Juan Carlos y Sofía a la viuda de Manuel Azaña. Son los españoles que no olvidaron; al contrario, porque recordaban, decidieron en 1978 que o España era de todos, y para todos, o no podría ser.

España son los lazos que nos unen más allá de la familia, los amigos o los vecinos. Es la comunidad histórica que nos hace ser ciudadanos libres e iguales, con derechos y libertades.

Pocas definiciones he leído o escuchado mejores que la que dio hace unos años Cayetana Álvarez de Toledo, un 11 de septiembre: “España es una voluntad, y ciertamente empecinada, de vivir juntos los distintos”.

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