Aurelio Ruiz Enebral

Y a pesar de todo fue el mejor

Juan Carlos I agradece la ovación en el Congreso durante el 40º aniversario de la Constitución.
Juan Carlos I agradece la ovación en el Congreso durante el 40º aniversario de la Constitución.

Hay distintas formas de ser monárquico. Una, quizás la más cómoda, es ser cortesano, alabar y justificar cada paso de un rey de forma totalmente acrítica, como si sus decisiones fuera palabra de Dios.

La otra supone ser exigente, a la manera de las viejas cortes de los reinos de España: aquello de “habéis de saber, señor, que el rey no es más que un servidor retribuido de la nación”, y lo de “Nos, que somos y valemos tanto como vos, pero juntos más que vos, os hacemos principal, rey y señor entre los iguales, con tal que guardéis nuestros fueros y libertades; y si no, no”.

Este segundo perfil de monárquico ve a la Corona como algo útil. No ve un derecho divino, ve una institución positiva, constructiva, una clave de bóveda de la arquitectura constitucional de un país, en este caso España.

Un rey es una opción. No es una imposición, no es un fenómeno de la naturaleza, es decisión de una nación tenerlo o no al frente de su estado.

España ha experimentado en su Historia contemporánea períodos con y sin rey. Ha habido regencias, repúblicas, dictaduras, reyes en el exilio, distintos monarcas reinantes y hasta un pleito dinástico entre dos ramas de la familia real.

Remontándonos a los cinco siglos de reyes en común, es difícil no concluir que desde Fernando el Católico, rey de Castilla, rey de Aragón, rey de Navarra (y de tantos sitios) no ha habido mejor rey que Juan Carlos I.

Sí, Juancar, el de Botsuana, el de Corinna, el de los millones de Arabia Saudí en una fundación chunga en el extranjero. Ese mismo, sí, ha sido sin duda el mejor rey de la Historia reciente de España.

Habrá quien diga que no tiene demasiado mérito. Comparto en general el análisis que populariza Arturo Pérez-Reverte de que España estuvo casi siempre en manos de gentuza: reyes débiles, inútiles, corruptos, con poco interés por lo que era su país, y asistidos por nobles aún más corruptos y vagos, dedicados a vivir del sudor de millones de pobres del pueblo.

Habrá quien diga, insisto, que no tiene mucho mérito sea mejor rey que Felipe IV, que Carlos IV, que Fernando VII, que Isabel II...

 

Cada época histórica tiene sus condicionantes y no es fácil comparar y valorar el papel de cada rey en su contexto.

Aún así, cuando Juan Carlos I muera yo no me quedaré con sus escándalos y polémicas. Ni con la cacería de elefantes, ni con la amiga entrañable, ni con el dinero. No olvido, no perdono, pero pongo todo en los platillos de la balanza.

Pesará mucho más el hecho de que fue el único rey que reconoció de verdad eso por lo que tanta gente luchó en España desde principios del siglo XIX, y que proclamó la Constitución de Cádiz: “La Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona”, y que “la soberanía reside esencialmente en la Nación”.

Fuera por unos motivos u otros (cálculo, necesidad, estrategia, signo de los tiempos, convicción), Juan Carlos I entregó el poder absoluto de un dictador a un pueblo que casi nunca lo había tenido. Pudo haberlo hecho de otra forma, pero fue así, y sólo un ciego o un fanático se negará a reconocerlo.

Ningún otro jefe de Estado (rey, presidente de la república o espadón) consiguió como él mantener tal grado de concordia, de paz, de libertad y de progreso en España.

Es cierto que el otoño de este rey -“Juan Carlos el breve”, “Campechano I”, jajaja qué risas eh- está siendo un borrón en una biografía sin igual.

No fue perfecto, como ningún hombre de poder lo es. Pero pese a todo, cuando muera yo (y no seré el único, sospecho) haré cola en el Palacio Real de Madrid para rendir con honores a Juan Carlos de Borbón y Borbón, Juan Carlos I, un buen español y un buen rey. Estoy convencido de que fue el mejor rey posible.

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