Abrázame, con hueco para respirar

Erase una vez una niña que quería aprender a montar en bicicleta. Su padre empezó a enseñarle y se dio cuenta de que ella podría caerse, hacerse daño o darse golpes.

Al hacerse consciente de estas amenazas, decidió que nunca soltaría el sillín y así le daría equilibrio. Tampoco quitaría su mano del manillar para marcar bien la dirección. Él sabía lo que su hija quería, la felicidad, y ahí estaba él para conseguírsela.

Conforme lo hacía, notó también que su miedo a que se alejara de él cuando supiera pedalear o se encontrara sola ante el peligro, disminuía. Lo importante era que ella estuviera segura y no se desviara.

Su vocación de padre estaba clara, no quería ser el culpable de los problemas de su hija. Ya sabes, los hijos de hoy en día luego se revuelven, como los cerdos a los que echas perlas”.

Me acordé de nosotros. De cómo me acompañabas por detrás sujetando sillín y manillar. Me animabas a mirar al frente, no al suelo. Luego tú sillín y yo manillar. Y un día estaba yo solo pedaleando. Me alejaba de ti y luego volvía. Me daba el aire en la cara. Nos reíamos. Ahora podía elegir si irme muy lejos con la bicicleta que tú me habías dado. Tú me habías facilitado que mi libertad aflorara, ¡qué responsabilidad!

Los de la historia triste se lo pasaban bien al principio. La hija agradecía ese apoyo tan sólido. Se fue haciendo mayor y empezó a pedir que le fuera soltando, así aprendería de verdad. “Ya te dejo pedalear”, le argumentaba papá, “somos un equipo”.

Explicó a su niña que era por su bien y que le costaba su esfuerzo. “No creas que no es cansado estar todo el día acompañándote, ya me gustaría a mí que supieras montar en bici”. En la oficina, los compañeros compadecían al padre: “hay que ver tu hija, que no termina de crecer, qué cruz”.

La niña iba en “bici con padre incluido” a la facultad y a las fiestas. Algún chico se le acercó, pero notó algo raro, como si no fuera ella del todo o como si hubiera más personas en torno a ella. Se lo dijo: “parece que no terminas de llenar los pulmones para respirar”.

Este cuento podría ser la biografía de tantos pacientes que piden ayuda en búsqueda de su autonomía, a los que “este exceso de atención y cuidado” ahoga y no deja respirar. Si me abrazas demasiado fuerte, me ahogas.

 

Uno de ellas escribía: “solo pido que no me juzguéis en cada acto, que me apoyéis en mis decisiones que son buenas, normales, de persona que quiere y necesita volar, como una cometa. Y sí que quiero que, aunque yo vuele y vaya eligiendo el movimiento y la dirección, el hilo de mi cometa siga unido a vosotros. No para estar atada sino solo sujeta, sostenida, por personas que quieren que la cometa vuele alto, que sea hermosa y la mejor, cosa que no dudo que queréis”.

Qué gozada cuando dejamos a los demás ejercer su libertad, la responsabilidad, la identidad y la voluntad. Cuando dejamos a los que se relacionan con nosotros: hijos, cónyuges, empleados o amigos, decidir sobre su vida. Cuando los tratamos como su edad merece, cuando delegamos, cuando dejamos que hagan su parte. Crecen personalmente y enriquecen la relación.

Personas que necesitan ser ellas mismas en casa, en el trabajo, en el noviazgo, en el matrimonio, en el grupo de amigos, en la asociación. Personas que quieren aprender a ser distintas sin separarse de los demás. Con una identidad propia y diferenciados. Ellos mismos y diversos.

Un amigo me contaba que había castigado a su hijo de 17 años quitándole la puerta de su cuarto. Sin intimidad. Un castigo maléfico. Algo así hacemos con las otra personas cuando no respetamos sus límites y sus puertas.

Qué alegría dejar que los demás monten en bici a su antojo, que hagan su vida, que aprendan. No es fácil dejar que los demás hagan las cosas de una manera diferente a la mía. No es fácil delegar, ni respetar la libertad de los demás. No es fácil no invadir el espacio que le corresponde, ni dejar que los demás se equivoquen.

No es fácil dejar que haga lo que le parezca oportuno, que afronte el riesgo de darse un castañazo, de equivocarse, de alejarse de lo que nos parece lo mejor para él. No es fácil además apoyarle, aunque no estemos de acuerdo. No es fácil y da mucho fruto.

Gracias por enseñarme a montar en bici, a pedalear, a dirigir el manillar en la dirección que me parezca, mirando al frente. Gracias por permitirme alejarme de ti por lugares del parque que tú no veías mientras me esperabas en el banco, yo sabía que estabas ahí. Gracias por dejar que aprendiera a caerme y levantarme con las rodillas llenas de heridas.

Gracias por dejar que me equivoque y cuando lo haga acógeme de nuevo. Aceptación sin condiciones, de esto va a amar. Es mucha cara y da mucho vértigo, ya lo sé, y gracias a esto iré aprendiendo a abandonar el debo y enamorarme del quiero. Ayúdame a que seamos distintos sin separarnos.

 

Carlos Chiclana

Médico Psiquiatra

www.doctorcarloschiclana.com

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