Banderas al viento

Uno de los desencadenantes de la actitud anti-sistema de Antonio Tejero Molina fue la legalización de la “ikurriña”. La comprobación de que la enseña vasca, cuya persecución costó la vida a no pocos guardias civiles a sus órdenes, podía ser enarbolada y exhibida con toda libertad, y, más aún, se convertía en la enseña oficial de aquella comunidad autónoma, exacerbó aún más en él el sentimiento de rebeldía y rechazo. Aquello acabaría, como es bien conocido por todos, en el lamentable episodio de la intentona golpista.

¿A cuento de qué traigo a estas líneas el recuerdo de tal suceso? A cuento de que las cuestiones que tienen que ver con las banderas suelen ser asuntos bastante más serios y profundos de lo que a primera vista pudiera alguno pensar. Muchas personas, en distintos ámbitos y con enfoques variados, personifican en tales símbolos la plasmación de hondos sentimientos, de ideales, de historias pasadas y proyecciones de futuro... hasta el punto de entroncar a veces con lo más profundo del ser humano. Y, por tanto, estamos pisando terrenos altamente delicados.

Resucitar las guerras de banderas suele ser una gran insensatez, en un país asentado y democrático. Y eso es lo que está pasando. En Cataluña, el vértigo independentista, que va a más, se ha concretado ahora en las banderas, en la repulsa hacia la enseña que representa a España y en la exclusividad de la cuatribarrada catalana, enfrentadas en una guerra de consecuencias imprevisibles.

Flaco favor están haciendo a la normalidad de este país, a la convivencia pacífica y al futuro, quienes han decidido excluir la bandera española de los Ayuntamientos durante la celebración de la Díada. Y peor aún ha sido escuchar a algún dirigente de Esquerra hablar de la “bandera de los enemigos”, para referirse a la enseña rojo y gualda, la bandera constitucional de España. A estas alturas del siglo XXI y de la historia de este país, constituye una gran inconsciencia y un planteamiento casi suicida caminar por esos vericuetos.

Y el colmo del absurdo es comprobar que, entre los promotores de semejante cruzada, aparece el partido socialista (rama catalana), es decir, la principal fuerza política de España y que ostenta el Gobierno de la nación, sin que –paradójicamente- desde el Ejecutivo ni desde la dirección del PSOE se ponga coto. Si quienes tienen la responsabilidad de decidir en esos dos ámbitos siguen, como hasta ahora, en la inanidad, en el no hacer nada y tragar todo, quizá un día tendrán responder amargamente de algo que ninguno deseamos. Y si no se dan cuenta de todo esto, no merecen el honor y la responsabilidad de gobernar España. Con la cuestión de las banderas se están sembrando vientos que quizá un día acaben en tempestad.

Lo mismo que se está caminando al borde del precipicio con la apertura de ese proceso de revisionismo sobre la guerra civil española, promovido desde el propio Consejo de Ministros. Puedo entender que José Luis Rodríguez Zapatero sufra algún trauma íntimo por el recuerdo de su abuelo, fusilado al comenzar la contienda fratricida. Pero no puedo comprender que eso le conduzca a la locura de volver a abrir heridas que entre todos habíamos cauterizado, referentes a un conflicto que estalló hace casi setenta años. ¡Qué irresponsabilidad!

En la terrible guerra civil española, de la que no pocas veces yo me he sentido –como español- avergonzado, hubo muertos en los dos bandos. Y existieron atropellos, villanías, asesinatos, en ambas zonas. Ponerse, a estas alturas, a discutir dónde hubo más y dónde menos, y empezar a desenterrar cadáveres... no cabe en la cabeza de nadie medianamente cuerdo. ¿Asistiremos ahora, también, a la búsqueda de responsabilidades por los asesinatos de la Cárcel Modelo de Madrid, por lo ocurrido en Paracuellos, en la plaza de toros de Albacete, o en los navíos de guerra de Cartagena? Insisto: un proceso así es una locura. Es otro viento amenazador, sembrado también con el impulso del Gobierno.

 
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