Amor y amistad, claves de superación

Los hijos a veces te dan muy agradables sorpresas. Y es que, cuando todo lo tenía preparado para escribir la experiencia familiar de la visión de un film de renombre, mi hijo adolescente me trae una película “pequeña”, que ha descubierto en casa de un amigo y quiere que veamos juntos, pues le ha impresionado. Es “Once”, historia de amor, sencilla, sincera y realista, venida de Irlanda, dirigida por John Carney, con un rodaje al estilo del cine independiente británico, con cámara en mano.

Los protagonistas son interpretados por Glen Hansard, músico profesional y líder de la banda The Frames, y por una muchacha instrumentista checa de diecinueve años, de nombre Markéta Irglová. Él representa a un joven guitarrista que toca en la calle peatonal más popular de Dublín, para complementar su salario como reparador de aspiradoras. Ella vende flores en esa misma calle, pero además es pianista, hija de un destacado violinista del este, ya fallecido.

Lo que parecería ser una estereotipada historia romántica aparece como una historia-novela llena de magistral espontaneidad, frescura y sencillez; artesanía por lo medios tan básicos y los actores tan cercanos e inspirados, la mayoría de ellos no profesionales.

Como en la película “El río”, de Renoir, la vida de los protagonistas, llana, pero hermosa e impactante, imprevisible y antojadiza, corre paralela, o subterránea, a un mundo vidrioso y marcado por graves problemas de sentido y de afecto.

El fluir de los naturales diálogos, de las canciones interpretadas por los dos protagonistas en muy diversos lugares, de la conversación entre generaciones y entre culturas, aparecen unidos todos por las dificultades, la familiaridad y la intrepidez siempre presentes. Es así que se hace apasionante y tierno un camino a lo largo del cual el autor se pasea como con un espejo para mostrarnos la maravilla.

Como es película de amistad y de ausencias, de imposibles y de ideales a pie de calle, de generosidad a lo grande, de comprensión y de ternura, contrasta bruscamente con los telediarios de lo utilitario, del tener por tener que nos abruma, de la apariencia caduca, de la lucha política que sólo busca intentar dignificar retiradas.

No, no toca reírse del amor gratuito, ni de la belleza humilde, ni tener miedo a la verdad. Más bien tendremos que rescatar sensibilidades encallecidas, superar el acostumbramiento a las enfermedades del mundo que hace que disputemos con él cada vez menos.

Al Humphrey Bogart de Casablanca le habría encantado lo entrañable de la trama –edificada también con la letra de las canciones- y la elegancia romántica del protagonista, que, enamorado, sabe poner orden en sus pasiones.

Ustedes me perdonarán pero también soy de los que piensan que una vida sin sueños no vale la pena. Por eso, me traslado con la imaginación y la música a la Grafton Street de Dublín, para buscar, contagiándome de los jóvenes, una sabiduría de adolescentes inconformistas, que desean algo más que una vida fácil y cómoda. A ver si los mayores tomamos buena nota.

 
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