La alegoría del lavavajillas

Tengo un amigo al que admiro especialmente. Me explicaba hace unos días su batalla logística familiar, aunque está bien bregado pues tiene cinco hijos, ante la estancia en su casa, durante cuatro días, de dos amigas de sus hijas pequeñas.

En concreto me confesaba su reflexión, compartida con su esposa, frente al amontonamiento de platos en la cocina o el desorden inusual en las habitaciones y en la sala de estar: “Menos mal que tenemos lavavajillas, no habré de limpiar todo a mano, sólo la mitad si quiero dejar todo en condiciones. Y –decía también- qué oportunidad para enseñar ahora a las niñas (de 6 y 8 años) a ser más ordenadas”.

¡No, amigos, no! No estoy justificando ningún tipo de alegre victimismo, ni tampoco de síndrome de Estocolmo, bajo el cual uno acabaría viendo, agradecido, una gran bondad en el mayor de los tiranos, sólo por habernos dado algo de comer mientras nos mantenía secuestrados con violencia. (¡Qué fatal sería aplicarlo a nuestra situación política actual! ¡Qué inmovilismo, qué sufrimiento, qué fraude para nuestras ansias de libertad y de progreso, produciría!)

Pero hay que llamar a las cosas por su nombre y reconocer lo propio de la naturaleza humana. Por eso, nos urge a todos ver muchas más oportunidades de crecimiento, de mejora personal y colectiva, ante los retos que un día sí y otro también nos van a aparecer en la vida. Aunque no a lo Tartarín de Tarascón –que lean, que lean nuestros jóvenes al divertido y perspicaz Alejandro Dumas-, sino con la sencillez de aquel que a diario se vence en pequeños detalles, por aprecio a los demás; o que incluso intenta aprender también de los que teóricamente podrían estar muy alejados de los propios principios o parámetros culturales.

La disposición optimista que necesitamos todos ha de ser realista, verdadera. Para ello ha de ser activa, lejos del interés personal. Ha de estar anclada en la confianza y en el convencimiento del infinito valor que tiene toda persona.

Vamos, pues, a salir de nosotros mismos. Es cierto que aprender a amar requiere cierta intrepidez, en esta jungla de individualismo. Es cierto que a los adultos a veces nos produce vértigo transmitir a la juventud los valores y reglas fundamentales de la existencia humana. Como también es cierto que en ocasiones nos rodeamos de vanidades como niños pequeños.

Pero, ¡lo que vale, cuesta! Que se lo pregunten si no a nuestros campeones mundiales de fútbol. O, salvando las distancias –de menor a mayor relieve, claro-, que se lo pregunten a padres y madres, jóvenes y no tan jóvenes, que hacen mil y un pequeños sacrificios por sus hijos.

O a quienes llevan años asendereados por intervenciones quirúrgicas.

O a quienes han perdido inesperadamente a aquel o a aquella a quien más querían, incluso siendo muy jóvenes.

 

O a quienes defienden con ejemplar coherencia y entereza que la vida humana empieza en la concepción hasta su fin natural.

O a quienes luchan por superar alguna fatal adicción.

O a quien aguanta presiones, con pies en pared, para no renunciar a valores y principios vitales.

O a quienes insisten para hacer real el derecho a un trabajo digno.

O a quienes sufren cualquier discriminación y no se conforman.

Todo el mundo sabe que la persona tiene una llamada especial al amor, una capacidad y responsabilidad bien definidas. Como dice el refrán castellano “quien da la carga da la fuerza”, que se ha de interpretar con un sentido común para lo bueno, un disfrute de la vida, a pesar de los problemillas o problemones que nos puedan aparecer.

Además, como decía San Agustín para explicar qué es una eficaz sociedad humana -un grupo, grande o pequeño, de personas unidas por estar de acuerdo acerca de las cosas que aman-, nos interesa ponernos en el lugar de los demás, comprenderlos. Entender todos que si hay algo que nos puede unir de verdad es el respeto-reverencia entre el conjunto de hombres y mujeres de este mundo.

En todo caso, hay tiempo para todo, no perdamos la perspectiva, ni siquiera por el caos en la cocina o en la sala de estar. Y, volviendo a la “alegoría” del lavavajillas, qué gozada será cuando, con menos muchachada –hoy por ti, mañana por mí-, podamos librarnos de fregar los platos, gracias al lavavajillas, como quería mi amigo Juan.

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