Dar la cara

Cuando a un político, con poder y con imagen ante la opinión pública, se le acusa de acciones delictivas, como si se hace con cualquier otro ciudadano, hay que probar esas acusaciones. No es el acusado el que tiene que demostrar su inocencia sino el acusador quien tiene que dar cuenta fehaciente de la veracidad de su acusación.

Ocurre que lo que es válido para ese ‘cualquier ciudadano’ no lo es para ese político encumbrado en el poder y con imagen pública, al que todos conocen y del que todos reciben constantemente mensajes y del que dependen en muchos aspectos de su vida y de su quehacer diarios.

Mientras que el ciudadano de a pié no tiene por qué entrar en polémicas ni en discusiones, la situación del hombre público es radicalmente distinta y, si jurídicamente no tiene por qué probar su inocencia, políticamente debe y tiene que ‘dar la cara’.

No basta anunciar e incluso interponer querellas; no basta hacer protestas de inocencia y de sentirse calumniado. Todo eso está bien y es lógico y el político deberá querellarse contra su calumniador, pero lo primero de todo es hablar. Contar su verdad a la gente que le mantiene en el poder y aclarar cuanto antes, en al ámbito de la opinión pública, lo sucedido. Todo eso con independencia de las acciones legales a que hubiere lugar y a las que tiene derecho como cualquier ciudadano.

El silencio y la respuesta simplemente jurídica resulta bagaje escaso para el político que ha sido acusado, aunque esa acusación sea calumniosa.

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La opinión pública es muy exigente, es mal pensada y perdona poco los silencios que, además, pueden ser malinterpretados.