Por la boca… Los asuntos de la Iglesia

Se ha escrito que ‘hora es también de que la Iglesia se dedique a sus asuntos’. El autor no nos dice cuáles son esos asuntos, pero por el contexto en el que se escribe hay que deducir que los asuntos de la Iglesia son los horarios de las Misas y poco más.

Es muy antiguo eso de querer meter a la Iglesia en las sacristías y además de antiguo es poco eficaz y escasamente democrático. Quien así opina lo hace a raíz de la nueva batalla emprendida por el Partido Socialista nada más salir a la palestra la posibilidad de que el Partido Popular, cumpliendo su programa electoral, modifique la ley del aborto. A la vista está que el aborto no es materia de sacristía.

Ya lo dicen los socialistas: ‘Los obispos y el PP se han vuelto a poner de acuerdo para cercenar la libertad de las mujeres.’ Pues, qué quieren que les diga, como argumento demagógico también resulta apolilladito.

En primer lugar, los acuerdos a los que se alude, suponiendo que existan, han quedado en evidencia más de una vez y son muchos los católicos y miembros de la jerarquía que no comulgan con planteamientos del Partido Popular. En segundo lugar, hablar de cercenar la libertad de las mujeres porque se tenga una opinión sobre el aborto, la que sea, tampoco es de recibo. Y en tercer lugar, no se sabe muy bien en virtud de qué principio democrático los socialistas se arrogan el poder de dar la palabra o quitársela a cualquier institución legalmente constituida.

La Iglesia tiene el mismo derecho que otras instituciones a dar su opinión y a difundirla sobre el aborto o sobre cualquier otra materia. La Iglesia ni legisla ni pretende legislar, pero nadie le puede prohibir opinar sobre cómo debería ser una ley u otra ley.

Tampoco es plausible en democracia temer a las opiniones de los demás porque puedan tener más o menos influencia en sectores más o menos amplios de la población. La realidad es que la Iglesia Católica tiene mucho más predicamento en la sociedad española del que algunos quisieran, y quizás sea por eso por lo que se temen sus opiniones y se quiere prohibir a los obispos que digan lo que piensan.

Y, como no podía menos de suceder, llegan las amenazas y se afirma la ‘necesidad de modificar las relaciones con la Santa Sede’.

El problema para quienes así se manifiestan es doble: ni la Iglesia va a dejar de opinar de lo que le parezca oportuno ni va dejar de hacerlo en los términos que estime convenientes. Y tampoco parece que a estas alturas de la historia vaya a amilanarse porque alguien, que de momento no cuenta con esa posibilidad política, amenace con revisar unos tratados.

 
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