Por la boca… Los que le llaman Adolfo, ahora

Las hemerotecas, sobre todo en un país como España, son muy traicioneras. Del cúmulo de hagiógrafos untosos y de declaraciones ditirámbicas que estamos soportando a raíz de la muerte de Adolfo Suárez, el único que ha puesto el dedo en la llaga ha sido Alberto Ruíz Gallardón cuando ha declarado que tanto el Partido Socialista como los propios políticos de la extinta Alianza Popular se asombrarían e incluso se avergonzarían de las cosas que, en su momento, dijeron a (y sobre) Adolfo Suárez.

Al menos, la cruel enfermedad que durante once años fue acabando poco a poco con el Adolfo Suárez que conocimos, ha servido para que, gracias a su falta de memoria, olvidara el calvario por el que le hicieron pasar sus enemigos –nada de adversarios- y sus correligionarios –nada de amigos- en los últimos años de su trayectoria política.

Ese pueblo y esos ciudadanos que hoy se apresurarán a hacer cola para pasar ante su cadáver, le dieron, en muchos casos, la espalda en las urnas –‘me quieren pero no me votan’, dijo el mismo Suárez- y le echaron prácticamente de la política. Antes, le habían echado del poder amigos y enemigos. Fue una auténtica caza del hombre en la que tampoco se abstuvieron muchos medios de comunicación.

El domingo lo dijo paladinamente uno de sus más fieles colaboradores, Fernando Ónega, en el magnífico programa que hizo Ana Blanco en Televisión Española: Adolfo Suárez se sintió abandonado incluso por el Rey, criticado por la oposición de manera inmisericorde, traicionado por los llamados ‘barones’ de su propio partido, acosado por el poder económico y asediado por los militares de la época que nunca le perdonaron el llamado ‘sábado santo rojo’, con la legalización del Partido Comunista y el regreso a España de Santiago Carrillo y de Dolores Ibárruri.

El gobernante Adolfo Suárez –el hombre debe de quedar aparte- tuvo aciertos y desaciertos; tomó decisiones buenas y decisiones menos buenas; vivió momentos de gloria y otros de calvario. Todo ello lógico en un político que se la tenía que jugar, y se la jugó, en los tiempos difíciles que vivió España tras la muerte del general Franco, pero fue un gobernante al que se le echó de la vida política y se le echó de mala manera.

Por eso las  corbatas negras hay que dejarlas en su justo punto y, lo que es peor, algunos no deberían ponérselas.

 
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