Por la boca… La rutina de las manifestaciones

Manifestación contra la independencia en Barcelona, el 27 de octubre de 2019.
Manifestación contra la independencia en Barcelona, el 27 de octubre de 2019 (Foto: @AurelioREnebral).

Dos cosas influyen en la eficacia de una manifestación: una es la rutina y otra la violencia que, en algunos casos, lleva consigo una acción de este tipo.

El derecho de manifestación es uno de los más arraigados en cualquier sociedad mínimamente democrática. Cualquier grupo de ciudadanos, con las autorizaciones pertinentes y con el respeto normal en un colectivo civilizado, puede y hasta debe exponer sus ideas, sus quejas y sus puntos de vista en relación a cualquier suceso o situación.

Otra cosa es la eficacia que puedan tener esas manifestaciones y esas protestas. Hay muchos ejemplos en los que una manifestación ha logrado sus objetivos y hay también muchos en los que la presencia callejera de una masa humana, por grande que sea, no ha servido para nada.

Dos cosas influyen en la eficacia de una manifestación: una es la rutina y otra la violencia que, en algunos casos, lleva consigo una acción de este tipo.

Desgraciadamente en España y más concretamente en Cataluña, estamos  sufriendo manifestaciones violentas y algaradas que, en muchos casos, hasta pueden constituir un delito.

Pero convendría reflexionar lo que la rutina puede suponer en los logros que toda manifestación pretende conseguir. Lo que en un principio despierta interés y deseos de participación, ilusión e incluso sentimientos de simpatía, puede convertirse en algo rechazable, incómodo y hasta reprobable, simplemente por la excesiva repetición de la ocupación de las calles, la monotonía de los mensajes y la insistencia en los discursos de muchos de sus protagonistas.

En muchos ámbitos de uno u otro signo, se escucha eso de “ya está bien y hay que salir a la calle”, “tenemos que hacernos oír”, “tienen que escucharnos como sea”. Y posiblemente sea así.

Pero debería pensarse si la excesiva proliferación de manifestaciones, de protestas y de rutinas siempre iguales, hace que los objetivos se devalúen, las personas pierdan prestigio y credibilidad y los propios manifestantes comiencen a sentirse incómodos con los mensajes y con los objetivos.

No son pocos los que tras una manifestación que no ha respondido completamente a sus expectativas, se confiesan frustrados y hasta engañados.

 

Si a todo esto le añadimos el ridículo baile de las cifras de asistentes, se forma un nudo que convendría deshacer en aras de la eficacia de manifestaciones y protestas.

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