La calle

Cuando en una democracia se prostituyen –en una u otra forma- los derechos fundamentales de los ciudadanos, esa democracia está enferma.

En cualquier democracia el derecho de manifestación es uno de los fundamentales, pero cuando ese derecho queda en manos de quienes no saben ejercerlo y lo aprovechan para sus fines -más que partidistas, partidarios- y se atacan otros derechos igual de fundamentales para la ciudadanía, la convivencia y con ella la democracia empiezan a quebrarse.

Lo que está ocurriendo en las calles de Madrid en las últimas manifestaciones es la prueba evidente de que algo no está funcionando.

Cuando la Delegada del Gobierno en la capital se asombra y se extraña de la violencia desatada, no es de extrañar que los violentos campen a sus anchas; y cuando los propios policías se quejan de la falta de previsión, no es raro que los violentos se crezcan y se crean los dueños.

La calle, y más si de ella se apodera la violencia, no es fácil de gobernar, pero cuando se gobierna con los ojos puestos en la opinión pública y a golpe de encuesta las cosas no se están haciendo bien.

Y cuando las propias fuerzas del orden público ponen en entredicho su eficacia, por razones  que nunca se aclaran, en el sentido de que se sienten desamparadas por quienes tienen la obligación de darles protección material, formal y moral, es que algo no está funcionando.

Una vez más se demuestra –que se lo pregunten a Artur Mas- que gobernar es algo más que sacar al país de la crisis económica, por grave que esta sea o por esperanzadores que sean los resultados.

 
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