Nuestro fútbol: un día vamos a tener una desgracia

Entrenamiento selección futbol
Entrenamiento selección futbol

Se supone que la violencia en el fútbol, siempre reprobable, debería estar centrada en las extremidades inferiores; pero ahora, con esto de los codazos, los cabezazos y los manotazos, todo se sitúa de cintura para arriba.

Si aprovechamos el fin de semana sin fútbol -por aquello de la conciliación familiar de nuestras figuras- no estará de más que nos fijemos en la situación casi de emergencia que viven nuestros “pobres profesionales”. Y es que -a juzgar por lo que se ve cada jornada por esos campos de Dios y  en la que se ha dado en llamar la mejor liga del mundo (?), cualquier día vamos a tener una desgracia. 

Se supone que la violencia en el fútbol, siempre reprobable,  debería estar centrada en las extremidades inferiores; pero ahora, con esto de los codazos, los cabezazos y los manotazos, todo se sitúa de cintura para arriba.

En cualquier lance del juego, y en el salto más normal entre dos futbolistas, de pronto se oye en el campo un alarido estremecedor; un contendiente cae a plomo al suelo y se lleva las manos a la cara, al cuello, a la nuca, a la zona lumbar e incluso al corazón. Ha contactado con el brazo, el codo y hasta con la cabeza de su adversario y se revuelca en el suelo entre gritos de dolor mientras propina al césped manotazos sin cuento fruto de su desesperación. Eso sí, mirando de reojo al árbitro, a ver cómo va lo de la tarjeta al presunto agresor.

Todos corren. Unos levantan los brazos en señal de protesta indicando que ni han rozado a la víctima; otros acuden como flechas al juez de la contienda, iniciando el ademán de mostrar la tarjeta infamante. El señor del silbato y el pinganillo, corre hacia el presunto moribundo, se interesa por su estado preagónico y solicita la presencia urgente de las asistencias que se apresuran a llegar al lugar de los hechos seguidos de los voluntarios de la Cruz Roja que portan una manta y una camilla.

Toda la escena se desarrolla en segundos. Por fin, en camilla,  en solidarias volandas o apoyado en caritativos brazos, el damnificado sale del terreno de juego y, nada más poner el pie en la banda, comienza a solicitar de forma compulsiva permiso para reintegrarse al juego y, una vez obtenida la autorización, reingresa en la cancha corriendo como un gamo dispuesto a realizar la jugada de la tarde.

Alaridos, volteretas, manotazos, muestras de dolor insufrible y hasta las manos crispadas en la presunta zona herida, han sido puro teatro, engaño manifiesto y, lo que es peor, una lamentable falta de deportividad.

Y así, minuto tras minuto y partido tras partido.

Nuestro fútbol, entre la calamidad del V.A.R, la torpeza absoluta de los árbitros, los fingimientos de los profesionales y la inoperancia de las autoridades deportivas, se está amanerando; la deportividad brilla por su ausencia y cada vez se parece más al teatro dónde los puñales tienen un muelle trucado.

 

Y de esa situación no hay que excluir la violencia que desgraciadamente existe y siempre es la misma y por parte de los mismos.

A veces, a la vista de las indumentarias que lucen los equipos, se podría pensar que estas distorsiones de un gran deporte, son fruto de los colores y de los diseños de las camisetas con que se atavían los conjuntos y que son capaces, con su sola visión, de trastornar a cualquiera.

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