Otra vez José Tomás, del ¡Olé! al ¡Ay! pasando por el marketing

El torero José Tomás.
El torero José Tomás.

Para que a un torero se le califique como el mejor de la historia en un momento concreto tiene, entre otras cosas, que torear 50 o 60 corridas cada temporada y hacer el paseíllo en Madrid, en Sevilla en Pamplona,  en Bilbao… o retirarse definitivamente y torear festivales.

¿Cómo ha llegado José Tomás, de ser uno de los mejores toreros de su generación, de ser un grandísimo matador de toros a ser una grandísima figura del marketing, a convertirse cada dos o tres años en una simple operación de marketing?

Juan Belmonte diría que “degenerando”.

Se anuncia –con tres meses de antelación- una nueva aparición del torero de Galapagar para Junio, en Jaén y ya está en marcha la gran operación comercial. Ya no hay entradas, ni hoteles, ni hueco en los restaurantes. Y saldrá el alcalde jienense a decir que se trata de un gran evento que dejará millones en la ciudad y los comerciantes relatarán que no se veía cosa igual desde hace siglos y, lo que es peor, los pretendidos exégetas de la fiesta de los toros dirán aquello de que se trata de un acontecimiento sin parangón, que hará un bien impresionante a la Fiesta, que llevará gente a las plazas y todos los ditirambos del momento además de decir, sin rubor alguno, que José Tomás es el torero más importante de la historia.

Posiblemente, lo de los beneficios económicos para la ciudad y sus comerciantes y hosteleros sea verdad, pero lo que se refiere a la tauromaquia no deja de constituir una serie de tópicos que no resisten el menor análisis de cualquier aficionado.

Porque el aficionado más avisado sabe que el arte de torear consiste en enfrentarse a una fiera y burlarla una y otra vez con técnica, conocimiento de los terrenos en los que se desenvuelve la pugna y todo ello tratando de crear arte, una obra de arte, efímera en el tiempo pero perdurable en los ojos de quienes la paladean. Además de todo eso, el torero, desde el momento que sale a la plaza y comienza a crear su arte, se está jugando la vida. Circunstancia que no se da en ninguna otra manifestación artística.

Esos aficionados van a la plaza a degustar y presenciar una obra de arte frente a una fiera, sabiendo que el artista se está jugando la vida.

Los aficionados no van a la plaza a ver a un hombre  jugarse la vida, a gritar ¡ay! en vez de olé, a vivir una tragedia con el corazón en un puño.

Ser un buen torero no es salir a jugarse la vida o alardear de no mover los pies del suelo en terrenos que no son los suyos, a despertar las emociones que supone un peligro cierto y además, si se tercia, crear arte. El toreo es todo lo contrario. Es naturalidad, es serenidad, es sosiego es la emoción del arte y no el sobresalto del peligro. El peligro por el peligro no tiene nada que ver con el toreo. Y todo desde el respeto que, a cualquier aficionado le merece quien se viste de luces.

 

Además para que a un torero se le califique como el mejor de la historia en un momento concreto, tiene entre otras cosas, que torear 50 o 60 corridas cada temporada y hacer el paseíllo en Madrid, en Sevilla en Pamplona o en Bilbao… o retirarse definitivamente y torear festivales.

Torear una corrida tras meses y meses de ausencia y en plazas de segunda, por mucho que se quiera adornar con el aderezo del marketing y del público enfervorizado, no da de sí más que para el recuento de orejas que además se sabe de antemano con casi total seguridad.

Decía Bergamín en su libro “El arte de birlibirloque”: “Al toro no se le puede pisar su terreno, ni cerca ni lejos: es ganarle por trampa. El torero que pisa el terreno del toro, acaba con el toro y con el toreo”

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