Por la boca…”Juego de tonos”

Pedro Sánchez, en el Congreso de los Diputados.

Como los contenidos de las intervenciones fueron tan absolutamente bochornosos y sonrojantes, habrá que fijarse en las formas y en eso, ahora tan de moda, del lenguaje gestual. La crispación de las facciones, la sonrisilla que quería ser irónica y los tonos, tonitos y tonillos de Sánchez, dijeron más que la vaciedad conceptual de sus frases.

Lo apuntó Arrimadas –con diferencia la mejor parlamentaria de la sesión de investidura- cuando señaló que el Sánchez de tono agresivo, chulesco y mal encarado cuando de contestar a los que no estaban de acuerdo con él se trataba, se convertía en un agradecido, melifluo y derretido orador, que ponía ojitos y empleaba un tonillo suave, ridículo y hasta acariciador, en las réplicas a los comunistas, proetarras y separatistas, que ya habían comprometido su voto afirmativo o su abstención, para hacerle presidente.

Como los contenidos de las intervenciones fueron tan absolutamente bochornosos y sonrojantes, habrá que fijarse en las formas y en eso, ahora tan de moda, del lenguaje gestual. La crispación de las facciones, la sonrisilla que quería ser irónica y los tonos, tonitos y tonillos de Sánchez, dijeron más que la vaciedad conceptual de sus frases.

Posiblemente, esos distintos tonos, tonitos y tonillos, ese “juego de tonos”, eran un obsequio más, un previo abrazo dialéctico, a su vicepresidente comunista tan aficionado él, a ciertas series de televisión.

Desde el tono matón de portero de discoteca de Rufián, al cínico (más cínico que nunca) de aficionado al cine y de cinismo -en el sentido más literal, de Esteban- pasando por los aires de prócer de la política de Iglesias (más peinadito y planchadito que en otras ocasiones) y entre gritos, insultos, altercados y la impotencia estudiada y premeditada de Batet, todo fueron tópicos, vaciedades, lugares comunes, frases mitineras y hasta bromas poco ingeniosas (incluido el “pozito” de tila de Baldoví), de quienes justificaban así, su aquiescencia a la presidencia de Sánchez y, por supuesto, su sueldo de diputados.

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Justificaban la investidura de un personaje que tragaba impertérrito amenazas, humillaciones, chantajes, desplantes y desprecios y hasta escuchaba insultos al Rey, mientras se levantaba de su escaño, retozón y sonriente, fachendoso y chuleta, para agradecer el apoyo de quienes le chantajeaban desde su odio a España y desde  el propósito de acabar con nuestro sistema político y nuestra Constitución.

Y el personaje, entre los aplausos de sus gregarios lanares, abrazaba enternecido a su futuro vicepresidente mientras esos gregarios entonaban a coro (¿o son figuraciones?) aquello de “que se besen, que se besen”.

Y es que -además de una investidura, en una de las sesiones más degradantes y bochornosas de nuestra democracia- la posición de Sánchez, al minuto siguiente de su toma de posesión, será una de las más débiles de cualquier presidente de gobierno. Será un presidente con 155 escaños -hasta que dure su idilio con Iglesias- pobre de recursos, indigente de ideas, progresista de salón, absolutamente desprovisto de una verdadera fuerza política y en manos de sus chantajistas.

En esas condiciones, aun suponiendo –que es mucho suponer- la lealtad para toda la legislatura de los comunistas de Podemos, cada gesto, cada propuesta legislativa, cada iniciativa de reformas y cada acción política será un calvario de negociaciones, de chantajes, de cesiones y de claudicaciones.

Y como ocurre con casi todos los matrimonios de conveniencia, cuando a Iglesias y a Sánchez se les acabe el amor político y la pasión progresista, Sánchez lo va a pasar muy mal.