El “tic” nervioso de las mociones de censura

Ignacio Aguado, Isabel Díaz Ayuso y Enrique Ruiz Escudero.

Si los españoles pudieran abstraerse de todo lo que está ocurriendo con la crisis de la pandemia y con el desastre económico que ya está aquí, hasta podrían extrañarse de esa manía no demasiado “limpia” de llegar al poder a través de una moción de censura.

Los gobiernos de coalición tienen demasiadas aristas y muchos agujeros, pero uno de los problemas esenciales de su transcurrir político es que resultan propicios para que los integrantes de ese gobierno -que pertenecen al partido minoritario o con menos fuerza dentro de la coalición y que simplemente están ahí porque entraban en el “paquete”- acaben creyéndose su propio sueño y piensen que son poderosos y hasta “mandones” en ese ejecutivo y se consideren vicepresidentes, ministros e incluso asesores.

Es lo que pasa -es un ejemplo- con Iglesias que se cree que es vicepresidente, con Montero que piensa que es ministra y hasta el propio Castells que parece convencido –a veces, sólo a veces- de que es ministro de Universidades.

Ciudadanos estaba mal enterrado, al menos en Madrid, y Aguado se veía a sí mismo como número dos del Gobierno de la Autonomía y, con demasiada frecuencia, asomaba los pies fuera del tiesto, hasta que Ayuso le ha sacado de su error y le ha demostrado dónde estaba el verdadero poder y la fuerza que él tenía realmente.

Si los españoles pudieran abstraerse de todo lo que está ocurriendo con la crisis de la pandemia y con el desastre económico que ya está aquí, hasta podrían extrañarse de esta manera no demasiado “limpia” de llegar al poder a través de una moción de censura.

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Desde que Sánchez abrió la veda de las mociones de censura, es como si a los políticos se les hubiera acabado “la correa” democrática de las elecciones y se afanaran por llegar al poder por la puerta de atrás de las mociones, que serán todo lo legales y legítimas que se quiera, pero que no dejan de ser una puerta deteriorada.

Se buscan excusas y motivos más o menos válidos y mejor o peor justificados, pero la realidad con la que se tropiezan los ciudadanos, es una desmesurada ambición, no ya de poder, lo que sería legítimo, sino de apetencias personales que dicen muy poco de los que no se recatan de llegar a los gobiernos por un método que debería ser excepcional y que se está convirtiendo en una moneda de cambio excesivamente manoseada.

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