Las tribulaciones de un comunista en el gobierno

Pedro Sánchez, Carmen Calvo, Pablo Iglesias, Nadia Calviño y Teresa Ribera.
Pedro Sánchez, Carmen Calvo, Pablo Iglesias, Nadia Calviño y Teresa Ribera.

Para que un comunista se sienta a gusto en un gobierno es necesario que ese gobierno lo sea de una dictadura comunista. Si el gobierno del que se forma parte, lo es de un país democrático y de ciudadanos libres, la incomodidad es manifiesta.

En el otrora alegre y castizo madrileño barrio de Lavapiés, cada 10 de agosto se celebraba con toda solemnidad la fiesta de San Lorenzo y en la procesión del santo, que recorría las principales calles de la zona, desfilaba un pequeño campanario que portaban dos monaguillos al mismo tiempo que hacían sonar una esquila. Por eso se decía que Lavapiés era el único barrio en el que se podía repicar e ir en la procesión.

En política las cosas son muy distintas y estar al plato y a las tajadas no es demasiado fácil, sobre todo si hay de por medio ideologías extremistas que, por naturaleza, alimentan acciones “extragubernamentales” destinadas a clientes y futuros votantes.

Es evidente que hay miembros del gobierno de Sánchez que no están cómodos con comunistas sentados a la mesa, pero no es menos cierto que los comunistas tampoco se arrellanan en las poltronas con excesiva confianza.

Para que un comunista esté a gusto en un gobierno es necesario que ese gobierno lo sea (valga la perogrullada) de una dictadura comunista. Si el gobierno del que se forma parte, lo es de un país democrático y de ciudadanos libres, la incomodidad es manifiesta.

Desde la perspectiva de Iglesias con una biografía mínima pero intensa- cuajada de algaradas callejeras, de revoluciones pasadas de moda, de escraches universitarios y de repúblicas “tuiteras”- sentarse en el gobierno de una nación europea, comprometida con países que dejaron muy atrás la sola mención del comunismo, necesitada de ayuda económica y cuya trayectoria se pone continuamente en tela de juicio, tiene que ser un mal trago.

Iglesias llegó al gobierno sabiendo que era la última opción personal que le quedaba para no tener que marcharse a su casa y se agarró a la botella de oxígeno que le proporcionó Sánchez tras un patente fracaso electoral. Además sabe que su permanencia en el gobierno no solamente depende de Sánchez, sino que hay fuerzas en la oposición interna y en la propia Europa que, llegados a un punto concreto, pueden pedir su cabeza para que Sánchez salve la suya.

Y sin tener seguro el sillón está obligado a mantener el fuego sagrado de sus seguidores, atacar al sistema, injuriar a la Monarquía, ofender al poder judicial, denostar a los empresarios y batallar por imponer una ideología trasnochada e incluso olvidada en toda Europa.

No poder perder el sillón y no poder perder la calle, es una tarea que se antoja imposible.

 

Por eso no hay que extrañarse de declaraciones altisonantes y paseos mitineros por televisiones amigas y redes sociales aplaudidoras. Hay que justificar promesas palaciegas y al mismo tiempo mantener arengas disolventes y soflamas encendidas.

Lo que pasa es que hacer todo eso desde un despacho ministerial, es más problemático que hacerlo tras una manifestación en la Puerta del Sol.

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