La asombrosa resiliencia del pudor

Esto último se intensificó con el pensamiento posmoderno del siglo XIX, que propició un “pudoricidio” que, según Miguel Dalmau, puede llevarnos pronto a “El ocaso del pudor”.

La actual instalación social del impudor ha sido posible no solo por el desalojo del pudor; también han contribuido las campañas ideológicas que han presentado el impudor como un valor emergente. Quien vive de forma impúdica (sin pudor) es definido como rebelde, sincero y liberado; en cambio quien vive con pudor es tachado de raro y pusilánime. El pudor sería algo meramente convencional que reprime la sexualidad y suscita falsa culpabilidad, ignorando que en el tema del sexo nunca hay motivo para sentir vergüenza.

Las teorías nunca demostradas de Freud consideran el pudor como una represión que nos impide realizar nuestros impulsos sexuales. Desconocen que el pudor es inherente a la persona humana, que se define como “ser suyo”. El pudor es el núcleo más profundo de la personalidad. Su sentido nace de su vinculación con el sentimiento de dignidad de la persona.

Wendy Shalic, la autora del bestseller “Retorno al pudor”, explica que el supuesto carácter represivo del pudor se desmonta con tan solo un argumento: “El pudor protege la sexualidad y la auténtica intimidad, ya que te permite decirle “no” a las personas inadecuadas, para luego decirle “sí” a la persona adecuada”.

El pudor posibilita tomarse tiempo para que se produzca una posible conexión interior entre un varón y una mujer, que inicialmente solo se atraían por motivos externos.

A la actual situación del impudor generalizado ha contribuido mucho la extendida mentalidad de que el pudor es algo ya superado. Sin embargo, esto no explica por qué la poesía intimista se ha mantenido sin interrupción hasta nuestros días. Me consta que algunos poemas de Juan Ramón Jiménez escandalizan a los progresistas del impudor. Por ejemplo, el que tituló “Adolescencia”:

“En el balcón, un instante/nos quedamos los dos solos./Desde la dulce mañana/de aquel día, éramos novios./…Le dije que iba a besarla;/bajó, serena, los ojos/y me ofreció sus mejillas,/como quien pierde un tesoro/…No se atrevía a mirarme;/le dije que éramos novios,/y las lágrimas rodaron/de sus ojos melancólicos”.

La teoría de que el pudor es simplemente algo convencional no se cumple con los niños pequeños, dado que se siguen encontrando incómodos cuando están desnudos, por lo que se esconden para no ser vistos. La forma de vivir el pudor puede ser convencional, pero no el hecho de experimentar este sentimiento.

El pudor es la virtud que nos ayuda a preservar nuestra intimidad, conservándola a cubierto de extraños. La carencia de pudor significaría que la persona no mantiene la posesión de la propia intimidad, lo que, a su vez, le impide entregarla a la persona adecuada.

 

En esa situación el hombre tiene una existencia banal, en la que el aparentar prevalece sobre el ser. Para J. J. López-Ibor, es la forma más impersonal de vivir, ya que en ella la máscara oculta a la persona. Es una vida periférica, sin ninguna resonancia profunda.

En épocas pasadas la sociedad percibía que en cuestión de nuevas costumbres había un límite. Ahora, en cambio, ese límite se está borrando, debido a que la moda impone el impudor, Por ejemplo, casi nadie se avergüenza de llevar una extensa parte del cuerpo al descubierto. Se ignora que la desnudez no es natural; sólo los animales prescinden de vestimenta, mientras que hasta los hombres más primitivos se han cubierto de alguna forma. El pudor es un sentimiento de recato y de vergüenza, especialmente en lo que se refiere a la esfera sexual.

Actualmente hay un tipo de supuesta educación sexual que explica a los niños qué en el tema del sexo no hay nada de qué avergonzarse. Por eso les enseñan a no ruborizarse ante escenas más propias de un burdel que de una escuela.

Ese no es el criterio de la doctora Wendy Shalit: “El rubor es una reacción maravillosa que señala que está sucediendo algo muy extraño o muy relevante, que algún límite está a punto de ser atravesado por uno mismo o por otros. Sin la capacidad de sentir vergüenza, las niñas son más débiles: más vulnerables a los embarazos no deseados, a las enfermedades y a la posibilidad de que les rompan el corazón”.

Eliminada la disposición para sentir vergüenza, no es posible el amor romántico y de entrega; sólo cabe “ligar”. Últimamente se está presentando el “ligue” a los adolescentes como un necesario “rito de paso” hacia la madurez. Está claro que sus inspiradores también han conseguido no tener vergüenza. Nos queda una esperanza: la probada resiliencia del pudor.

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