¿Los hijos saben que tienen deberes familiares?

Esto último suele ocurrir porque los padres les declaran “liberados” de tareas del hogar para que dispongan de más tiempo para estudiar: “Tú consigue ser el primero de la clase, que de todo lo demás ya nos ocupamos nosotros”. También sucede por otras posibles causas: los padres no tienen claro qué es lo que se les puede pedir a sus hijos, o carecen de argumentos para justificarlo, o no se atreven a exigirlo. Esta omisión paterna y filial alimentará más adelante el conflicto generacional en la familia.

Los hijos deben ser coherentes con el hecho de que viven en una comunidad, no en un hotel gratuito o en un refugio. Cada hijo no es un verso suelto, sino parte de un mismo poema; debe sentirse vinculado a los demás miembros de la comunidad. En la comunidad familiar la vinculación es aún mayor que en otro tipo de comunidades (por ejemplo una comunidad de vecinos). La familia es una comunidad total. Es una comunidad de vida interpersonal, integrada por personas unidas por lazos de amor que crecen juntas.

Todos los miembros de la familia educan y son educados; los hijos aprenden de sus padres y estos últimos aprenden, a su vez, de los hijos. Vivir en una comunidad familiar conlleva exigencia; no cabe aquí una actitud cómoda, pasiva, individualista y relajada. Se espera de cada miembro que se esfuerce por convivir con personas que son diferentes (por su edad, sexo, tipo de carácter, gustos, etc.) y que se preocupe de las necesidades de los demás. Este tipo de actitudes y conductas mantienen a los hijos en un estado habitual de tensión sana que les ayuda en su maduración personal.

Esas posibilidades de la comunidad familiar se pueden aprovechar y se pueden perder. Esto último sucede cuando los padres reducen el hogar a un lugar de abastecimiento en lo material o cuando dan a los hijos todo hecho, viéndoles sólo como seres necesitados y menesterosos, y no como seres capaces de aportar algo a los demás. Algunos padres “esconden” a sus hijos los problemas económicos de la familia para que no se preocupen o sufran. Hacerlo en edades tempranas es prudencia; hacerlo después es ingenuidad.

Los padres deben hacer conscientes a sus hijos que la casa es una tarea conjunta que se construye entre todos; es como un carro conducido desde delante por ellos, pero con los hijos empujando desde atrás. No es admisible que los hijos viajen cómodamente sentados en el carro, cosa hoy bastante frecuente. Hay que aclararles que la familia no es solo de los padres; también es de los hijos.

Los hijos reciben mucho de su familia, en especial de sus padres; por eso deben corresponder con deberes filiales adecuados a cada edad. Pero para llevarlo a cabo es preciso ponerles en situación de dar y no sólo de recibir.

Los hijos son deudores de la vida ante Dios y ante sus padres; por ello, se espera que correspondan con un amor natural que establece el vínculo de la sangre. Se concreta en ser comprensivos, respetuosos y pacientes con ellos. También en evitar a sus progenitores disgustos, dedicarles tiempo sin prisa y procurarles momentos felices.

Los hijos son deudores ante sus padres de los cuidados recibidos, tanto del cuerpo como del espíritu. Les corresponde, por ello, ser dóciles y cuidarles en la vejez. Todo ello contribuye a ejercitar la piedad filial, una virtud que se deriva de la justicia y que inclina a los hijos a tratar con respeto a sus padres, rezar por ellos y darles el reconocimiento que se les debe. Esta virtud está incoada en nuestra propia naturaleza y nos facilita un mejor conocimiento de nuestras raíces y de nuestro destino.

La piedad filial suele aumentar a medida que los hijos conocen el mérito que tiene fundar una familia y ser un buen padre a contracorriente de las actuales ideologías contrafamiliares. El testimonio de Charles Péguy es muy ilustrativo, tanto para los hijos como para el padre y la madre:

 

“Sólo hay un aventurero en el mundo moderno: el padre de familia. Los aventureros más desesperados son nada en comparación con él. Todo en el mundo moderno está organizado contra ese loco, ese visionario osado, ese varón audaz que hasta se atreve, en su increíble osadía, a tener mujer y familia. (…) Los demás sufren por sí mismos. Sólo él sufre a través de otros. (…) Los que no han perdido a un hijo, no saben lo que es el dolor”. (Clio I Cahiers, en Temporal and eternal, Nueva York, 1958). 

Gerardo Castillo Ceballos

Facultad de Educación y Psicología de la Universidad de Navarra

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