La Ley de Convivencia Universitaria, esa mala ley

El 25 de febrero de 2022 entró en vigor en España la Ley de Convivencia Universitaria. El lector poco acostumbrado a las cuitas académicas podría pensar que el mero hecho de que exista es una buena noticia y justifica los esfuerzos del legislador al regular un ámbito humano concreto. A nada que uno se sumerja en sus contenidos, colegirá con facilidad que nada más lejos de la realidad, tal y como ha hecho el gremio al que pertenezco, el de los profesores de universidad, profundamente preocupado por el asunto.

El Gobierno propuso en su día el proyecto de ley que acabó siendo norma jurídica vinculante. ¿El principal motivo que adujo? Que el reglamento disciplinario académico de los estudiantes databa de 1954, gozaba de marchamo inevitablemente franquista y, por ende, debía laminarse a la mayor prontitud (casi cincuenta años después sacaron a Franco primero de la tumba y después de la Universidad. Todo un logro). Además, argumentaban las tesis oficialistas, había que prohibir las novatadas y perseguir el fraude académico. Respecto a las primeras, es baladí decir que son una práctica execrable, pues lo son. No obstante, conviene recordar que prohibir algo -que ya estaba prohibido- no significa que desaparezca sin más pues probablemente continuará bajo formas taimadas. Toda ley incita a la transgresión, tal y como nos enseñó San Pablo en su Carta a los Romanos, cuando dijo que lo prohibido excitaba sus apetitos. Respecto al fraude -también prohibido: vean el Código Penal- la ley lo castiga como infracción grave y no como lo que realmente es, una infracción muy grave, como lo acredita la dimisión de tres ministros alemanes cuando se descubrió que habían plagiado parcialmente sus trabajos doctorales. Corramos un tupido velo y rápido.

Una vez el proyecto entró en el Parlamento, la tramitación siguió su curso con las críticas de la oposición. Las principales disputas tuvieron que ver con el enfoque de género que la ley proclama a los cuatro vientos, la escasísima regulación real de la convivencia universitaria y el desprecio por el auténtico problema de la Universidad española: acosos, escraches, cancelaciones e insultos varios como los sufridos por Rosa Díez, Pablo de Lora, Ricardo García Manrique, Marino Pérez y José Errasti, así como agresiones a organizaciones, estudiantes y profesores por el imperdonable delito de defender la Constitución (sucedió durante décadas en el País Vasco y lleva tiempo sucediendo, con ligeras variantes, en ciertas universidades catalanas, como pueden atestiguar los miembros de Societat Civil Catalana o S´ha Acabat!). Sobre tales hechos la coalición parlamentaria mayoritaria guardó un contumaz silencio mientras la oposición se afanaba porque no cayeran en el olvido.

Esta Ley es una mala Ley por dos razones adicionales, que ofrecemos al lector para que juzgue soberanamente si acrecen o no a la tesis de fondo.

En primer lugar, la ley de convivencia es una ley de igualdad (¡otra más!) nada encubierta. Su articulado presupone que el día a día de nuestras Universidades debe basarse en el “enfoque de género” (¿qué será de verdad eso?), dar pábulo a la “interseccionalidad” (traducido del lenguaje posmoderno abigarrado e inteligible: las causas de discriminación que pueden anidar en una persona) y otorgar carta de naturaleza a las acciones positivas (derecho desigual igualatorio que pretende revertir las discriminaciones que sufran los “colectivos vulnerables”: eso que en la vida real nadie aplica de veras porque quizá sólo confunde, entorpece…y discrimina). 

Sin ir más lejos, los miembros de S´ha Acabat!, que se limitan a defender la democracia constitucional y la libertad, no integran ningún colectivo vulnerable a estos efectos, claro está, siendo como fueron agredidos física y verbalmente dentro del campus universitario catalán de turno por una turbamulta de salvajes ante la pasividad de las autoridades universitarias. Estas acabaron publicando un comunicado donde no sólo no condenaban tales acciones sino que abogaban por la “no politización” de la Universidad. Otro tanto pueden decir los miembros de Societat Civil Catalana. Vivir para ver. En esa deriva furibundamente orwelliana que nos toca padecer (a unos más que a otros), la Ley conmina a que las Normas de Convivencia que se dicten por cada Universidad deben ser igualitarias y no discriminadoras, haciendo de las Unidades de Igualdad las puntas de lanza que velen porque las filas estén prietas y ganen la enésima batalla cultural. Algunos diputados aguerridos recordaban en el Hemiciclo que la auténtica norma de convivencia es la Constitución, obteniendo como respuesta un atronador silencio (y van…).

La ley es un canto a lo que llaman igualdad y, en consecuencia, ignora olímpicamente la libertad, aunque, visto lo visto, mejor mantener bien lejos de ella al poder. La libertad auténtica debe constituir la piedra de toque de cualquier convivencia universitaria que se precie, en concreto aquella que garantiza el enseñar y el aprender. Dicho en otros términos, la posibilidad de leer, estudiar, reflexionar y debatir sobre lo aprendido. En la filosofía legislativa que subyace a la norma, tan perniciosa, el debate libre queda asfixiado mientras se inculca a la comunidad universitaria paranoia por doquier y soluciones imposibles. Crear una ley para resolver un problema que no existe es la mejor forma de crear problemas donde no los había. Al tiempo.

En segundo lugar, con leyes así el problema se enquista y envisca. Se inspira sin disimulo en las tesis posmodernas que han asolado algunas universidades norteamericanas, problema denunciado por autores de la talla intelectual de Allan Bloom, Frank Furedi, Jordan Peterson, Jonathan Haidt o Gad Saad. Los resultados son conocidos: crear espacios seguros (aulas para que estudiantes que se sienten “agredidos” alivien penas con sus pares entre sofás, cojines y peluches); realizar advertencias de contenido (avisar del potencial daño de escuchar las tesis de, pongamos por caso, Dostoyevski); cancelaciones de expertos en temas que no interesa abordar seriamente (última parada: censura de la conferencia de Pérez y Errasti en la Universidad de las Islas Baleares a cuenta de su libro sobre el fenómeno transexual); derribo de estatuas dentro de recintos universitarios (matemos metafóricamente a Colón siglos después); impugnación del canon literario de los Grandes Libros debido a que sus autores son demasiado varones, demasiado blancos, demasiado heterosexuales y demasiado todo en general. Además, salpimentemos el asunto con diversas agresiones físicas y verbales, hostigamientos psicológicos y un sinfín de conductas nada edificantes y mucho menos “universitarias” y llegaremos, más pronto que tarde, al nivel que ya disfrutan en el mundo anglosajón. Por no respetar, no respetaron en su día ni a un pensador de la talla de Roger Scruton, que en paz descanse.

La única explicación medianamente plausible que encontramos no es especialmente halagüeña. Sería algo así: los voceros de esta Ley esconden el deseo secreto y culpable de que sea sistemáticamente incumplida y encuentren así la excusa perfecta para endurecerla. De tal guisa, profundizarán en la deriva liberticida, posmoderna y autoritaria contra nuestras Universidades y contra el saber académico rectamente entendido, que no es otro sino favorecer la conversación infinita entre maestros y discípulos en torno al libro.

 
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