Islamismo y política del odio

Si un marroquí islámico entra en dos iglesias cristianas, mata a un sacristán y hiere  a cuatro personas, invocando a Alá, ¿qué nos debe preocupar? Ante todo, que no se extienda  la islamofobia y evitar que la ultraderecha saque rédito político del asunto. Al menos esto es lo que se desprende de las reacciones de algunas ministras, comentaristas políticos y tertulianos tras los sucesos de Algeciras.

Desde el momento en que Santiago Abascal tuiteó: “Unos les abren las puertas, otros los financian y el pueblo los sufre. No podemos tolerar que el islamismo avance en nuestro suelo”, el foco de la atención de algunos se desplazó inmediatamente  desde la condena del atentado a la condena de la ultraderecha que “extiende el odio”.  Pero no hace falta ser simpatizante de Vox para reconocer que nuestra  primera preocupación debería ser  el odio anticristiano que refleja este atentado y otros del mismo tipo que tienen lugar en Europa. Antes que las imaginarias víctimas de una posible islamofobia habría que pensar en las víctimas reales de una ideología islamista mortífera.

Al  subrayar que el terrorista “entró ilegalmente en España, tenía una orden de expulsión, estaba vigilado por yihadismo, era okupa”, Abascal estaba afirmando hechos ciertos, por lo que sabemos hasta ahora. Otra cosa es que atribuyera la responsabilidad última del atentado al gobierno de Pedro Sánchez por su tolerancia de una inmigración incontrolada. Eso es ya una valoración política, en la línea del “ya lo advertimos nosotros”.  Pero el gobierno debe explicar por qué ese individuo seguía en España con una orden de expulsión.

Sin embargo, las primeras reacciones han sido para descalificar a Vox por su instrumentalización del caso. Ione Belarra, ministra de Derechos Sociales, ha dicho que el tuit de Abascal “define perfectamente a la ultraderecha, que hace política extendiendo el odio. Creo que es miserable extender el odio ante un colectivo que ya está de por sí muy estigmatizado”. Uno puede pensar que también es miserable envolverse en la bandera de la lucha contra el prejuicio anti islámico, cuando es el gobierno el que está siendo acusado del fracaso de su política migratoria. Tampoco tiene mucho sentido que Belarra pida “prudencia y dejar trabajar a los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado”,  cuando lo que está en discusión es si estos Cuerpos están haciendo bien su trabajo. 

Si de odio se trata, hace pocos días escuchábamos a Ione Belarra arremeter contra empresarios de supermercados tachándolos de  “capitalistas despiadados” que se aprovechan de las familias necesitadas. Unas acusaciones que otras fuentes han desmentido y de las que el propio gobierno se ha distanciado. ¿No es eso hacer política extendiendo el odio, además contra personas con nombre y apellidos?

 Tampoco vemos que en los casos de muertes por violencia machista se hagan muchos distingos para no responsabilizar a toda la comunidad masculina. Al contrario, a menudo se hace hincapié en que esa agresión no es  solo fruto de la patología de un individuo, sino que se ha fraguado en el caldo de cultivo de una masculinidad supuestamente tóxica. Aquí no hay “lobos solitarios”. 

Acusar a Vox de intentar sacar rédito político de este atentado, es como acusar a las pastelerías de intentar sacar rédito económico de la costumbre del roscón de Reyes. ¿Hay algún partido político de oposición que no intente arrimar el ascua a su sardina ideológica ante un problema que el gobierno no logra arreglar? Basta pensar en qué está haciendo la izquierda con las “mareas blancas” en Madrid o cómo el PP va a instrumentalizar los cambios en el trasvase Tajo-Segura. 

No hay por qué pensar que el islamismo amenaza nuestra civilización. La fortaleza de nuestra civilización depende sobre todo de nosotros mismos, y de que no la arruinemos con leyes y prácticas que la deterioran. 

 No es ceder a la islamofobia el reconocimiento de que la inmensa mayoría de los atentados terroristas en Europa se están produciendo al grito de “Alá es grande”. Seguro  que esto preocupa y provoca el rechazo de muchos musulmanes pacíficos,  tanto o más creyentes que los radicales islámicos.  Pero no hay por qué minimizar estos atentados como meros hechos aislados, cuando las propias comunidades musulmanas  han de preocuparse por crear un clima que rechace a los islamistas fanáticos. 

 

Pensar que los españoles no saben distinguir entre el Islam como religión y la ideología política del islamismo sería tener un bajo concepto de su inteligencia. También saben que hay musulmanes normales y corrientes y  otros extremistas radicales.  Y no es ningún signo de odio tratar de expulsar a estos extremistas, que son una amenaza también para los otros musulmanes. 

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