De “Mar adentro” a Verónica Forqué

La muerte de Verónica Forqué ha sido la oportunidad para airear las cifras crecientes del suicidio, un problema de salud pública habitualmente silenciado.  Dicen que el Ministerio de Sanidad está llamando a los medios para pedirles que hablen del suicidio con la intención de prevenirlo. Pero, en realidad, este gobierno lleva hablando del suicidio desde el primer momento. Lo que pasa es que antes se trataba de garantizar el “suicidio asistido”. En plena pandemia, cuando los ancianos se morían a chorros en las residencias y en las UCI, los parlamentarios del gobierno siguieron impulsando hasta su aprobación la ley de eutanasia, una de cuyas modalidades garantiza como un derecho el suicidio asistido.

Es llamativo cómo cambia la visión del suicidio según que lleve a no adjetivo. El suicidio a secas se ve como una tragedia, un error, una muerte que debió ser evitada, una patología que reclama prevención. En cambio, el suicidio “asistido” se nos presenta como un progreso de la civilización, una liberación, una garantía de muerte digna, un derecho que requiere la asistencia médica.

Pero si el suicidio asistido se justifica, en última instancia, en la autonomía del paciente para decidir si su vida merece la pena ser vivida, ¿con qué autoridad podemos intervenir en su decisión? Seguro que cualquier suicida considera que sufre “un padecimiento grave, crónico e imposibilitante”, estado que, según la ley de eutanasia española, es motivo para pedir la ayuda a morir.

El suicidio con o sin adjetivo determina el valor de la intervención externa. El médico que ante un intento de suicidio evita la muerte procediendo a un lavado de estómago es un buen profesional, aunque imponga al otro su propia convicción sobre el valor de la vida; pero pasa a ser un obstáculo si no quiere poner la inyección letal al aspirante a suicida en silla de ruedas.

La distinta valoración se refleja también en la abundancia de información sobre ambos tipos de suicidio. Del suicidio asistido se habla con profusión, al menos hasta que se legaliza. Cuando aún no es legal, salen a la luz continuamente casos dramáticos de enfermos asediados por el sufrimiento físico o psíquico, que desearían la eutanasia y a los que parece inhumano negársela.

En cambio, de suicidio a secas apenas se habla. Y no es porque sea inusual. En España se suicidaron 3.941 personas en 2020, un 7,3% más que en 2019. Pero ha habido una tendencia informativa a no destacarlo, por miedo al “contagio”. El temor es que pueda animar a pasar al acto a los que tienen ideaciones suicidas. Pero esta actitud precavida se abandona en el caso del suicidio asistido. En esta modalidad,  se pone rostro al problema, se recogen declaraciones del que reclama su derecho a morir, y, una vez legalizada la eutanasia, se presentan como casos ejemplares a los pacientes que recurren al suicidio asistido.

Ya que la espoleta para hablar ahora del suicidio se ha encendido en el mundo del cine, no está de más recordar la premiada película “Mar adentro” (2004), que presentó el caso del tetrapléjico Ramón Sampedro,  con una encendida y unilateral defensa del derecho a morir.  Era fácil conmoverse ante la petición de un hombre que no quería vivir postrado en una cama, aunque no fuera un enfermo terminal, y a pesar de que otros enfermos en las mismas condiciones lo que piden  es la ayuda adecuada para vivir lo mejor posible. Pero, en la estela de Sampedro,  cualquier persona cansada de la vida puede tener sus propias ideas sobre las condiciones en las que vale la pena o no seguir viviendo.  

Puede pensarse que quienes piden el suicidio asistido han meditado seriamente esta posibilidad, que no es fruto de un momento de desesperación. Pero algo similar puede decirse del otro tipo de suicidas. Entre estos, un tercio de los que lo intentan reinciden. Lo que cambia es que en esta insistencia vemos algo patológico, quizá un trastorno depresivo, que exige ser tratado en busca de curación.  

Una cosa que queda clara en lo que dicen los supervivientes y los profesionales de la salud mental es que quienes intentan suicidarse no desean la muerte, sino que cese su sufrimiento. En el fondo, es lo mismo que afirman los expertos en cuidados paliativos ante enfermos terminales. Cuando alguien les pide la eutanasia por el sufrimiento que experimenta, lo que está diciendo es que no quiere vivir más así. Lo que está reclamando es una ayuda contra el dolor físico, un apoyo psicológico, una compañía frente a la soledad, y cuando lo obtiene no suele insistir en pedir una muerte anticipada.

 

Ahora que el gobierno ha anunciado un Plan de Acción de Salud Mental, podría evitar la esquizofrenia de prevenir el suicidio y a la vez presentar el suicidio asistido como un avance social. 

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