Aficionados

Los aficionados festivos – por incluirlos de alguna manera en la categoría – no van a los toros con regularidad pero son mayoría en los tendidos patrios. Es la gente que menos dinero gasta, pues rara vez han comprado la entrada que el abonado, harto y renegador, les regala. Esto puede dar una idea –dado el poco respeto que en España se le tiene a los bienes ajenos – de la seriedad de este sector de público en un espectáculo tan democrático. Su divisa es ‘a la próxima nos traemos merienda’ y, por la cantidad de carteles mediocres, los vecinos de localidad esperan ya muchas meriendas. Su tapa predilecta es la oreja. A las figuras – a las que pocas veces tienen ocasión de ver –, por ser vos quien sois. A los toreros que no conocen – que en la mayoría de los casos no son desconocidos –, por idéntica razón. No deja de ser loable su admiración por el valor, pero nadie les ha enseñado a ver el toreo. Gustan de estocadas enteras sin importar el sitio, confundiendo a venerables aficionados de andanada que aplauden bajonazos sin saberlo. Aborrecen, por lo general, a picadores y presidente, y en sus pueblos prefieren ver anunciado a Rivera Ordoñez – ‘¡guapo!, ¡valiente!, ¿dónde está la duquesa?’ –que a Rafaelillo. Jalean los banderillazos a toro pasado de El Fandi tras ignorar la pureza de un Alcalareño, y los avezados del escalafón llegan a arrebatarse con enganchones y apreturas si en el reverso del capote leen JOSÉ TOMÁS.

Pese a todo, son una parte importantísima de la Fiesta que ellos hacen más jaranera que nadie. Son el arraigo popular, inextirpable, la razón última de las corridas de toros. No hay fiestas locales que se precien sin espectáculos taurinos, y los pequeños cosos de los pueblos, amén de numerosos, se llenan cada año por dos o tres días. Proliferan las escuelas taurinas en los más diversos lugares, y los novilleros que empiezan su difícil andadura llevan orgullosos su origen – y a sus seguidores – en cada paseíllo. Son, en fin, la demostración más evidente de que la culta Fiesta de los Toros no es sólo cosa de unos pocos apasionados, ni en general, como se pretender hacer creer, de gentes con tendencia al sadismo.

El extremo opuesto es el aficionado purista e implacable, por lo general bastante entendido. Muy torista. Muy del siete. El aficionado duro y cabal que hace falta en la Fiesta, que evita que ésta se convierta en un fraude, como el pájaro que, posado sobre el rinoceronte, lo desparasita. Sin embargo, acuden a la plaza predispuestos al enfado y es posible que algunos pasen años sin disfrutar de una faena. Reconozco ser de Madrid, pero no tanto. En ocasiones me pierde el corazón y pienso que si Morante es capaz de ciertas cosas con un ‘juampedro’, bien está Domecq. Probablemente sea fallo mío. Otro de los que me siento tan orgulloso, pues uno está abocado a ver a Morante con lo dicho y a Palha con matadores que apenas suman una decena de festejos cada temporada. La solución es difícil y quizá la única mejora pueda ser que las figuras elijan, de entre las ganaderías cómodas, las buenas, y que exista un grupo de buenos matadores para las corridas duras.

En la acera contraria, y tratando de ser imparcial, uno llega a la conclusión de que en España no hay tantos anti taurinos. Ni siquiera tantos independentistas. En el extranjero, pese a la ignorancia general sobre el tema, no hay rechazo a las corridas de toros. De hecho, hay más aficionados – en toda la importancia del término – que partidarios de la prohibición.

De entre los análisis históricos que de la tauromaquia hacen algunos puristas me resulta curiosa la glosa del toreo en el siglo XX firmada por Antonio Lorca en El País. En el artículo, fechado en 1996 y ganador del IV Premio Literario Paco Apaolaza de San Sebastián, el crítico afirma que, tras la Guerra Civil, “el espectáculo taurino continúa íntimamente ligado a la idiosincrasia de una España que lucha denodadamente por dejar atrás una dura realidad económica y social”. “Es la época de los maletillas”, continua, “y de la generalización de la manipulación de las astas. Es la época, también, en la que los taurinos se dejaron seducir por el olor al dinero rápido y no vieron o no quisieron ver el daño irreparable que se infligía a la fiesta de los toros”. Me resulta, sí, curiosa la relación política y social de una época histórica muy particular con el cambio sustancial que por entonces se produjo en la lidia y en el ganado. Aplicándolo a los toros, me recuerda a las quejas de tantos señoritos partidarios del absolutismo y convertidos más tarde al socialismo de boquilla, que preferían el régimen de Alfonso XIII al imperio de la clase media de hoy en día y culpaban del declive, no sin razón, a Franco.

Entre los demás críticos taurinos destacan Andrés Amorós, de ABC, por su estilo pulcro y el aliño literario con que adorna sus escritos, y Rafael Cabrera, de la Cadena COPE, purista sensato y humilde de crónicas largas, detalladas y profundas con las que se aprende tanto como en la plaza.

 
Comentarios
Envíanos tus noticias
Si conoces o tienes alguna pista en relación con una noticia, no dudes en hacérnosla llegar a través de cualquiera de las siguientes vías. Si así lo desea, tu identidad permanecerá en el anonimato