Asociación ilícita de ideas: Pachá, los toros, el tabaco

Volver a Pachá ha sido como correrse una juerga en cualquier antro londinense y volver a dormir a Madrid. Una fina lluvia que parecía caer desde hacía días precedía al calor pegajoso del interior y a ese olor a vicio del tabaco fumado por aparentar. Ese asco del que Trinidad Jiménez tiene pensado librarnos dentro de unos meses.

El moderno cine que ideara Gutiérrez Soto saltó a la fama internacional convertido en discoteca, pero el mito devino franquicia y, al final, como Lucio, el Retiro nocturno de los extranjeros con dinero negro. Como en la superpoblación –uno de los mayores males con que nos hemos premiado los hombres— todo en el orden sociológico es cuestión de cantidad.

Esa noche los había de todo tipo. Negros ya clásicos, de occidentales ropajes y colores llamativos pero sin Lamborghini, indias -de La India- que pedían un mechero a gritos y no se dejaban encender el cigarrillo, y, en fin, mujerío nacional de diversas edades y bastante menos apetecible que ciertas venezolanas ricas. Incluso, entre americanas rellenas de alioli que luchaban por salir a la vez de un taxi y algunas mejicanas de facciones disimuladas llegué a encontrarme a una conocida francesa, pelirroja, oronda y musulmana que dejó en mi inútil compañía a sus amiguitas orientales.

Pero no es en lo internacional del respetable en lo que quiero incidir. Aquella noche se servía Moët, esa bodega cuya mayor aportación al mundo ha sido su éxito publicitario, por lo que las salas y escaleras de aquella ONU nocturna contaban con bastante aforo. Algún pijo nacional desorientado y varias comatosas con menos ropa de la que traían de casa precedían al gran espectáculo de la sala rebosante. En descargo del garito diré que me sirvieron Jameson a traición y que ni me puse malo ni me sentó mal. Cuento entre mis amistades con bebedores de tal categoría que afirman que los destilados buenos ya sólo se sirven en los hoteles. Yo más bien opino que, igual que demasiadas copas del mejor ron pueden al más ibérico.

Lo del tabaco puede traer más problemas que la prohibición de los toros en Cataluña. Los catalanes pueden desplazarse a Castellón o a Zaragoza –también a Francia— y hay quien asegura que entre peajes y multas la Generalidad hará buena caja. La prohibición de fumar en espacios públicos cerrados tiene la lógica de ser estatal y de que los humos, inevitablemente, se comparten. Otro gran problema –en realidad, un gran abuso— es el dinero que muchos empresarios hosteleros tuvieron que gastar en su día para habilitar zonas separadas de fumadores y que ahora de nada les van a servir.

Volviendo a la ministra –que me gusta casi tanto como la de Cultura, y no precisamente por su trabajo—, conozco gentes de derechas seriamente tentadas de votar al PSOE como agradecimiento por la erradicación de la peste nicótica. Voto romántico e inútil, nos recuerda al menos el componente tradicional y festivo que siempre ha regido la vida de los españoles. Intentando superar, pese a Zapatero, una guerra de otro siglo, la política española empieza a estar dominada por la economía y por esas pequeñeces que suponen la alegría de vivir. En los pueblos de España se han puesto y quitado alcaldes según el éxito y categoría de las Fiestas populares de la última legislatura, y no sería malo que un país dividido en rojos y acomplejados acabase votando según las decisiones tomadas por los políticos. Es, en el fondo, la lógica de ese mercadeo llamado democracia y no una politización – ¿qué no es política en este Estado prohibicionista? — del ocio de los españoles.

Tengo amigos que votarían a Trinidad Jiménez –si en España se pudiera elegir a cada político— por guapa, por garbosa. Otros, como inocente agradecimiento a una ley de la que van a gozar también si se ahorran la mañana y la papeleta. Hace tiempo oí a alguien prometer votar al PSOE si Pepiño se presentaba como candidato a Jefe del Gobierno o si Tamara Falcó optaba a algún puesto visible. Esto, que sin duda supone una burla a los nefastos políticos que nos someten, quizá tenga en el fondo algo de moraleja: la creencia de que, pese a las obligaciones de partido, el carisma personal es imprescindible para el triunfo.

 
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