“La Buena Vida”

Llorando al desaparecido Genoveva de Barri se encamina uno a la calle del Conde de Xiquena, calle transitoria entre elegancias de siempre y nuevas mariconadas.

‘La Buena Vida’, inaugurado en 2001 –petite année pour les USA mais excellente pour La Rioja— es uno de esos restoranes con personalidad y exquisitez que aparecen de cuando en cuando en la enorme oferta madrileña. Otro de esos sitios en los que se lamenta de veras la nueva prohibición de fumar. En él, de noche muy a oscuras o de día con el colorido alegre de las paredes, uno desearía bajar la comida con un buen habano y, quizá, otra botella de vino.

En trato y decoración es informal, de una elegancia moderna alejada de tanta mamarrachada contemporánea, y ofrece una cocina de bastante lujo y cierta elaboración. El público es en general de mediana juventud o joven madurez, el fin de semana con algún pequeño exceso de extrarradio en excursión. Entre semana, imagino, habrá más afluencia de locales y trabajadores.

La carta, mezcla de mercado –lo mejor— y de autor –con buen criterio—, es de base española con puntuales influencias francesas y japonesas. Los platos más o menos fijos son pocos pero muy apetecibles, lejos de esas cartas bíblicas en longitud y previsibilidad que han renacido porque en las casas patrias cada vez se come peor.

Referencia especial merecen las sugerencias, que cambian a diario y combinan un buen número de primeros, segundos y transversales. La especialidad en hongos depende, por supuesto, de la temporada, pero mi trufa melanosporum, rallada en crudo sobre una crema de patata con huevo, era insípida e inodora. Pese a todo, da la mejor de las impresiones que la maître, avisada sobre el particular, traiga la trufa, la huela, la pruebe, explique su origen (Castellón) y, resignada y muy probablemente molesta, pida disculpas al descontento comensal.

En cuanto al servicio, digamos que es, cuanto menos, peculiar. Que no malo. No toman los abrigos ni el camarero sirve los platos compartidos, pero dan a probar el punto del tartar y ofrecen el corcho al cliente. Elisa Rodríguez, copropietaria y maître con funciones de sommelier, toma nota personalmente a todas las mesas; loable ejercicio de atención y recomendación personal que resulta acelerado en un restorán que, para según qué menesteres, no es tan pequeño.

El resto del personal de comedor –camareros— igual sirve para atender mesas que para dar palizas por encargo, apreciación a la que contribuye no poco su uniforme de camiseta oscura a presión. Pese a todo, resulta amable y eficaz.

En materia se puede entrar citando las croquetas –cremosas, sabrosas y de suave rebozado— de jamón o gambas, la carrillera ibérica, el lomo de venado, un atún rojo a la japonesa o el bacalao negro en salsa miso. Todo sabroso, copioso y en su punto. El tartar lo acompañan con gruesas patatas fritas y, si se me permite el anglicismo, chips caseras que bien valen una caña Cruzcampo cualquier mañana de aperitivo.

Todo ello se puede completar con una lubina salvaje o buena carne a la parrilla, pero también es posible que se acabe alguno de los platos antes de pedirlo. Es la única pega de que le permitan a uno sentarse a cenar a las diez y media, pues el ritmo del local es relajado y ni el personal ni las mesas tienen prisa alguna por terminar.

 

También en lo enológico destaca ‘La Buena Vida’, nombre por otra parte tan original como sospechoso. La carta tiene la extensión perfecta para que resulte entretenida, con varias denominaciones de origen españolas y varios de los grandísimos vinos franceses, esos cuya compañía uno aprecia aunque no los vaya a pedir.

Entre lo más interesante, San Román, Pintia, Numanthia y Termanthia de añadas demasiado recientes, Alión, mucha Borgoña en blanco y tinto y La Veuve Galien (ossia la viuda pobre) a muy buen precio y por copas. También otros caldos desconocidos –muchos— que completan una variada oferta en la que flaquean los Rioja.

En mi caso, y aparte de lo esperado en la cocina, el gran éxito de la noche fue el vino. Elisa recomendó con entusiasmo un Saint-Émilion Grand Cru por el que yo había preguntado, y aún recuerdo su aroma. ¿Cabe mayor éxito para un sommelier que acertar de tal manera en la recomendación del vino?

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