En París este año no hemos tenido invierno (I)

Sea como fuere, París imprime en algunos espíritus inmunes al encanto de la City londinense una nostalgia que por su vocación internacional evitaré llamar morriña. No en vano, Vilallonga solía repetir que amaba París “como sólo un extranjero era capaz amarla”.

Y pese a que el pont des Arts ha quedado inutilizado para las gozosas puestas de sol Chablis en mano –gracias a unos canallescos candados de colores que ningún candidato a la alcaldía de París tendrá el buen sentido de quitar— y a que los toldos de los cafés anónimos tantas veces revisitados se renuevan y cambian de color, París, su lujo y su turismo parecen inmunes a los envites de la crisis y resistentes al oleaje de la globalización.

Le Lutétia, 30, quai de Bourbon, Île Saint-Louis

Esquinado en un chaflán segundón de la turística isla, Le Lutétia representa sin embargo la tranquilidad y calidad de un típico café-restaurante parisino. Su nombre –el equivalente, por extendido, de un Casa Paco en Madrid— esconde una amplia terraza con vistas al Hôtel de Ville y a la rive droite que se torna deliciosa cuando, a partir de las nueve, el turisteo americano comienza a retirarse a sus minúsculas habitaciones de hotel para descansar los kilómetros realizados.

El vino en pichet es del todo bebible, los caracoles gozosos y el foie en verdad extraordinario. El champagne, de marca para mí desconocida, no le anda a la zaga, y se sirve por copas o en botella. El tartar, y han sido varios los intentos, desmerece sin embargo un lugar agradable más indicado para el aperitivo que para cenar, y que resulta una salvación si se pasea una resaca por la zona y el cuerpo pide cerveza a galones y frites recién hechas.

Le Polidor, 41, rue Monsieur le Prince, 6 ème

Atestado por curiosos tras su aparición en Midnight in Paris, de Woody Allen, Le Polidor permanece más o menos inalterado desde su inauguración en 1845. Presenta una amplia carta de platos bien resueltos y a precio adecuado, como la crema de lentejas con foie, más casera que de estrella Michelín, un inmenso tartar de carne –picada a máquina, lástima—, o una ternera asada con salsa de colmenillas que hace homenaje a la cocina francesa clásica, esa en la que no se aligera la nata y puede hacer las salsas algo pesadas para los estómagos contemporáneos.

Tan sorprendentes como incómodos son sus comedores, o al menos el primero. Mesas largas en las que los comensales se sientan frente a frente… y codo con codo con desconocidos. La carta de vino, en principio producida por las vecinas Caves du Polidor, en la esquina con la rue Racine, presenta ródanos insulsos, Pontet-Canet a algo más de cien euros y hasta Romanée-Conti por el precio de un reloj de ex-alcalde de Majadahonda. Desconozco si la política de copas es similar con todos ellos; habiendo elegido la primera opción, nos cambiaron las sempiternas copas de café parisino por unos catavinos.

Le Comptoir du Relais, 9, Carrefour de l’Odéon, 6 ème

 

Sin nada que aparentemente lo distinga de cualquier otro bistrot, la cocina de Le Comptoir du Relais marca una diferencia reconocida por locales e internacionales, que mezclan razas, idiomas, elegancias, bellezas y fealdades como en una pintura cubista. De casi todo ello es responsable Yves Camdeborde, antiguo cocinero de La Régalade (49, avenue Jean Moulin, 14ème) y actual jurado en MasterChef. La carta se sale de lo corriente, algo que se agradece, con carnes a menudo despreciadas como la del ragout, pero cocinada en pieza entera y sazonada con una salsa de vino tinto digna de Horcher. Hay también bastante cordero, entrañas y algún guiño original a la cocina asiática.

Se recomienda venir con hambre, algo que de todas maneras se irá haciendo mientras se espera en la paciente –y a menudo fría y lluviosa— cola. No hay reservas a la hora de comer, pero sí infinitos turnos que no prestan atención alguna a los relojes. La clave para el comensal español, si acude a almorzar, es hacer aparición entre semana a partir de las tres. Compartiendo primero y regando con un buen Mercurey 1er cru, el almuerzo sale a unos cincuenta euros por persona.

La cena sí admite reservas, que deben hacerse con toda la antelación posible. Es de noche cuando el chef marca la verdadera diferencia con otros lugares, proponiendo un menú cerrado de productos más lujosos a sesenta euros por persona, vino aparte.

La incomodidad es de record incluso hablando de París, especialmente en lo que se refiere a la terraza, muy demandada en verano. En invierno, pese a los calefactores, se hacen imprescindibles el abrigo y la Borgoña.

La Ferme Saint Simon, 6 rue de Saint-Simon, 7ème

Tras mucho vaivén de propietarios y decoradores, La Ferme Saint Simon parece haberse consolidado como dirección entre locales extranjeros, visitantes nativos y embajadores cansados de su cocina nacional. El chef Ali Iguedlane presenta una carta variada, rica y sugestiva, bien surtida de productos del mar, algo que se echa siempre en falta en los comedores básicos parisinos.

Un tartar de vieiras y alcachofa hervida con el que Balzac se habría puesto gustoso a régimen, un risotto de gambas obsiblue que podrían rivalizar con las buenas rojas de nuestro Mediterráneo o un lenguado à la meunière de manual son algunos de los platos apetecibles, junto con la terrina de foie casero, las vieiras a la plancha, el cochinillo o el tournedó Rossini.

La carta de vinos es muy amplia, y gracias a la nacionalidad argentina de su sommelier, Paz Levinson, se ofrecen referencias internacionales tan difíciles de encontrar en sus propios países de origen como Viña Gravonia. El Gravonia es un vino que gusta de esconderse: tras el verdejo joven que beben tantas señoras, tras el Tondonia blanco que los restoranes tan poco admiran y al parecer, en La Ferme Saint Simon, tras todo el resto de botellas. Tardaron más de un cuarto de hora en traerlo a la mesa, con los primeros –afortunadamente, fríos— ya en ella. El dry-martini con el que se trató de consolar a las vieiras se presentó en una especie de copa de vino y estaba hecho según la receta churchilliana pero a sensu contrario. Se puso el martini en la copa y se le mostró, de lejos, el perfil de una botella de Beefeater.

En cuanto a la decoración, el local ha evolucionado de un estilo clásico pero anticuado a uno neoyorkino aunque elegante, y el principal defecto de la maître –se trata de un restaurante muy paritario— es empeñarse en hablar tan buen español que uno se ve obligado a aparcar el francés para más tarde.

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