En París no hemos tenido invierno (y II)

Decía Ortega y Gasset en su España invertebrada que “va de Francia a España lo que va del franco al visigodo”. En los comienzos del siglo XXI, aún puede verse reflejada esta característica en la reacción de la sociedad ante la visita de ciertos mandatarios extranjeros. Mientras los españoles, acodados en la barra de cualquier bar, contemplaban con cierta admiración a un Gaddafi que descendía la escalerilla de su avión en Barajas rodeado de mujeres guardaespaldas y se cachondeaban de las jaimas que le instalaban en el Palacio del Pardo, los parisinos montaban beligerante guardia a las puertas del Elíseo para protestar por la visita oficial de Bashar Al-Assad –y su mujer— a París. Yo, personalmente, y fascinado ante la frivolidad de unos y la vocación de otros, seguiría invitando a Lady Assad aunque me prohibieran la entrada en territorio francés. El mayor dolor entonces no sería la falta de su bellísima excelencia sino la imposibilidad de echarme unos cócteles en el Hotel Bristol.

Hôtel Le Bristol, 112 rue du Faubourg Saint-Honoré, 8ème

El Bristol reúne casi todo lo proustiano que puede tener un hotel. Se encuentra en la ampliación lujosa del París Napo-Trois, cerca del poder elíseo –y por tanto también de la pasión de la rue du Cirque—, es bonito, lujoso, caro rallando en lo excesivo, tiene un gato llamado Fa-raon que debe de ser algo así como el George Clooney de los gatos y fue el alojamiento de Asma Al-Assad y su marido durante su visita oficial a Francia en 2010.

En París, hay dos cosas que sólo un gran hotel puede ofrecer: copas sin dosificador y amabilidad en el servicio. En el Bristol, este último excede en número a los visitantes y es por completo ajeno a ciertas –y perversas— costumbres parisinas. Nadie recuerda la última vez que alguien se ocupó de un visitante al cruzar las puertas del Ritz, y eso ha permitido mucho turismo de hall y pasillos en la place Vendôme. En el Bristol, conscientes probablemente de que uno no estaba alojado allí, te reciben como si te estuvieran esperando, haciendo una breve presentación de los distintos abrevaderos y acompañándote al elegido. A sus puertas, una divinidad eslava que dejó sin finura al resto de las croatas toma los abrigos.

Dentro, a la contra de esa tendencia simplificadora y plebeyizante de algunos hoteles parisinos, el Bristol mantiene un estilo clásico sin resultar versallesco, con mucha tapicería en crudo y papel en algunas paredes. La semi-penumbra del bar ofrece un sofá de leopardo, butacas de colores bajo un tapiz antiguo y, como música de fondo, Bryan Ferry sustituyendo a lo que podría haber sido un Vivaldi.

Con todo, es probable que lo mejor del Bristol sea su barman, Maxime Hoerth, Meilleur Ouvrier de France en 2011. Su “So British” es uno de esos cócteles que desayunaría con gusto y a pares. Mezcla ginebra, lima y algún otro zumo con un toque de té Earl Grey. Se ofrecen también copas de champagne, desde Deutz hasta Dom Perignon, y el camarero se disculpa en voz baja si hace ruido al abrir la botella. Los elixires, además, se pueden acompañar con unas tapas a la francesa, creación del triplemente estrellado Eric Frechon, cocinero del hotel. Basten estas breves referencias para afirmar, parafraseando a la Holly Golightly de Capote, que nada muy malo podría ocurrirnos en el Bristol.

La Palette,  43 rue de Seine, 6ème

La Palette es uno de esos bares que hacen al misántropo paseante desear compañía o desear integrarse en alguna de las que ya empedan en la terraza. También se puede ir a media mañana a leer el periódico junto a una, digamos, Lodge y a una Cabot que celebran con champagne la adquisición de otra antigüedad.

La Palette admite, al tiempo, una cerveza a deshora entre viejos amigos o nuevos amores y, al caer la noche, el centenario lugar en el que sí bebieron Hemingway y Picasso se abarrota de bellezas sedientas que celebran París en voz demasiado alta. La clientela, local o visitante, podría definirse como monegasca: guapa hasta el extremo, rica o como si lo fuera y orgullosa de esa elegancia descuidada de quien nunca repasa una cuenta porque conoce al camarero por su nombre.

 

En mi última visita, un grupo de franceses y alemanes festejaba la vida con vino rosado y al grito de “santé, bonheur et paradis fiscaux!”*. Entre ellos, la más impactante de las rubias devoraba a un tipo tocado con un gorro de marca con la exageración propia de una película española deseosa de mostrar la inmoralidad pública de las francesas. En un momento dado, la belleza y la fortuna desaparecieron con estrépito para visitar el segundo piso de un portal cercano durante media hora de lucha que celebraron en grupo pidiendo otra magnum.

Uno, que no suele llevar gorro y que quizá por eso nunca ha tenido tanta suerte, se conforma con una buena botella de tinto si va en grupo o con varias Grimbergen que a veces incluyen cacahuetes. Para terminar con el capítulo sobre el bebercio, baste la anécdota de un buen amigo que vino a conocer París sólo para comer ostras y acabó pagando más de veinte euros por un cubata que tuvo que pedir doble y que no se beberían ni en un botellón del Levante español. París, ya se sabe, no es tierra de buenas copas.

La Palette también tiene cocina, con buenos caracoles de Borgoña, tartar y, como novedad, mini-hamburguesas. Los platos son más demandados a mediodía, por galeristas de las calles aledañas y estudiantes de la cercana École des Beaux-Arts, pero existen varias opciones para organizar un aperitivo.

La Palette es, en definitiva, el mejor parisino de los bares de París, el de las parisinas más cachondas. Un bar que a la vez es café y restorán y cuya gozosa terraza de la rue Jacques Callot bien vale un viaje a Orly.

*¡Salud, felicidad y paraísos fiscales!

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