De cañas por España (I) - Segovia

A la bella Segovia, vecina y olvidada de la capital, la distinguen dos cosas: el románico y las tapas, que regalan generosamente con la caña. De lo primero también hay, abundantísimo, en Soria, y de lo segundo no falta en Ávila. Pero Segovia, en medidas modernas, está a menos de una hora de Madrid y ofrece además el encanto de un puerto de montaña para días bonitos y estómagos sin prisa.

Concentrando la ruta en el centro histórico –y social— segoviano, el primer aperitivo puede tomarse en Casa Seve(Travesía de la Rubia, 10), un bar al que uno iría todos los días de su vida si fuera, pongamos, notario de Segovia.

Pequeño lugar escondido en una callejuela cercana a la Plaza Mayor, su encanto reside, como en un antaño renovado, en los camareros, en los parroquianos, en la vecina desequilibrada que vigila a los fumadores entre los visillos.

Los primeros –desconozco si alguno es dueño— son una pareja joven, locuaz, de una amabilidad cada vez menos frecuente, que lo mismo se toma un quinto con uno, que apunta resultados para la próxima porra futbolística, que se inventa un dry-martini y lo da a probar a media barra.

Los segundos, como en un museo de cera, son siempre los mismos y parecen estar siempre ahí. Todos al fondo de la barra, escrutando la puerta entreabierta. Como Barney Gumble, genial parroquiano del bar de Moe en Los Simpsons, si Casa Seve no cerrara no tendrían que volver.

La vecina es una pobre loca de la que todos hablan y que uno, con suerte, puede descubrir entre las sombras del bajo de enfrente como si de una visión del Lago Ness se tratara. En lo culinario, probé en Casa Seve unas bravas en verdad deliciosas, pero también hay morcilla, lacón y, a veces, las muy recomendadas albóndigas y tortilla de patata.

Esta última la elabora con maestría la parte femenina de la pareja que regenta el local. Dicho esto, me recojo para afirmar que en Madrid a veces estamos tan mal educados que olvidamos el nombre de los amigos al otro lado de la barra. En todo caso, ambos son de ese tipo de español amable, divertido y descuidado, probablemente más de Izquierda Unida que de Zapatero, con el que uno no tendría inconveniente en okupar cierta casona del barrio de Pedralbes en Barcelona o su homóloga a las afueras de Washington.

Volviendo junto a la Sierra de Guadarrama, el barril de Amstel se puede sustituir por quintos (20 cl. muy de moda, por lo visto, en Castilla) de Mahou Cinco Estrellas. En el bar que nos ocupa, el tinto es, cuanto menos, de supervivencia. En Segovia -con permiso de José María— se bebe verdejo.

Tras el aperitivo de Casa Seve, inevitablemente copioso, puede seguirse el ritmo en El Sitio (Infanta Isabel, 9).Cutre pero limpio, lleno –de estudiantes— pero siempre con hueco en alguna parte, El Sitio vive de poner cervezas y sus clientes de engullir las tapas que el bar regala como si no fueran suyas. Revolconas, ensaladilla, rabas y un largo etcétera que, si bien no puede comparase con las raciones de cocina de un sitio con solera, cumplen sobradamente para un digno aperitivo.

 

La escasez de cacharros de servilletas hace que algunos clientes se conozcan y charlen entre sí, aunque tampoco es raro oír algún lloro desconsolado, alguna borrachera tirando a violenta o a un nativo cachondeándose de un grupo de turistas belgas. Sin embargo, puede que el mejor punto de este bar sea la rapidez de sus camareros. Dependientes secos como los quería el señor murciano de Mihura, pero que son capaces de calmar la sed de los bebedores apretados de tercera fila a la vez que dan de comer a los privilegiados de la barra.

Si a la salida aún se tiene sed de cerveza, puede hacerse una breve parada en el bar de enfrente, el As de Picas(Infanta Isabel, 14). Pese a su triste oscuridad –especialmente por la noche— siempre es cachondo que un doble de Gustavo Adolfo Bécquer te ponga una Voll-Damm de barril. Para quienes prefieran el vino tinto, terreno en el que entraré enseguida, el lúgubre naipe ofrece un muy decente “Zarraguilla” de la tierra.

Pero el vino que de verdad merece la pena, incluso si se está empeñado en seguir con espumas o verdejos, es el tinto de la casa de José María (Cronista Lecea, 11). El caldo en cuestión es el ‘vino de autor’ del Pago de Carraovejas, prestigiosa bodega de la que el propio José María es propietario.

Según explican los camareros, que parecen llevar sin librar desde que el restaurante abrió en 1982, es un semi-crianza; puede que simplemente un roble superior. Superior por fruta, concentración, sabrosura y, por qué negarlo, resaca. Eso sí, a la mañana siguiente, si se pernocta en Segovia, el barril de Cruzcampo está siempre listo en José María para paliar los efectos.

Los torreznos –de tapa—están recién hechos por la mañana. El jamón es bueno y los quesos, salvo el excelente manchego, demasiado suaves y por tanto prescndibles. Los judiones, exquisitos como en muchos otros sitios, se ponen en la propia barra en raciones individuales o para compartir.

Tras el almuerzo, uno puede pasear un puro bajo las torres románicas de San Esteban o la explanada tras la Catedral. A media tarde, abierto de nuevo el apetito, el también antiguo restaurante Duque (Cervantes, 12) ofrece en su barra uno de los mejores ponches de Segovia. Y no sólo por la maestría repostera, sino porque no tiene horario y además se puede acompañar de un oloroso dulce en perfecto estado de solera.

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