Del indulto y la bravura

El sábado pasado, tras cuarenta y seis años desde el último indulto, la Maestranza de Sevilla perdonó la vida a un toro de Núñez del Cuvillo.

‘Arrojado’ de nombre, herrado con el número 217, de 500 kilos de peso, negro acoñao que diría un amigo, algo justo de presentación aunque bien hecho, astifino y muy en Osborne, fue un animal encastado y de gran clase pero con bravura insuficiente. Un gran toro, extraordinario si tenemos en cuenta lo que sale por chiqueros tarde a tarde, pero falto de los requisitos que exige un indulto.

Aguantó seis, siete, ocho tandas de muchos muletazos por abajo, rematados atrás, ligados, pases de pecho al hombro contrario, cambios de mano y trincherillas. En todas ellas embistiendo humillado, haciendo el avión, jugando al carretón. Poco más se le puede exigir a un toro en la muleta, pero el indulto no sólo consiste en eso.

El indulto es una excepción, una recompensa por la bravura completa –en todos los tercios y especialmente en algunos de ellos— dada a un animal cuyo comportamiento sea intachable sin importar la faena que le haga el torero.

La poco frecuente vuelta al ruedo en el arrastre sí es un premio y un reconocimiento al gran juego de un toro que, con defectos, permita de manera extraordinaria la ejecución de una buena faena. El indulto exige bravura, la vuelta al ruedo admite mansedumbre. Esta es la gran diferencia que nos ocupa.

‘Arrojado’ salió suelto de chiqueros, mostrando cierta querencia sin importancia. Tomó dos puyazos cumpliendo sin más, esto es, empujando lo justo y dejándose pegar. Curro Javier logró lucirse en banderillas citando al toro cerca de chiqueros, tras insistir más de lo debido para que se arrancara.

Hasta aquí, nada del otro mundo. Más bien un toro fijo y pronto pero mansote. A ninguno de los miles de enajenados que pidieron el indulto minutos después se les habría pasado por la cabeza tal posibilidad en los primeros tercios.

En la faena de muleta, venido arriba el toro tras las banderillas, todo fue humillación, largura, movilidad, nobleza y clase. Gran clase la de este toro. En algún amago de rajarse la casta se sobrepuso a la mansedumbre y acudió de largo, galopando, a la muleta de Manzanares. Todo ello, eso sí, en los tendidos de sol. Hacia la querencia.

Embestía con todo y sin fin, a cámara lenta, si bien es verdad que el torero le dio toda clase de facilidades. Porque a Manzanares le falta dar un paso adelante. En sentido literal. Se deja la pata atrás y cita de perfil, alargando mucho el muletazo pero restándole pureza.

 

No hubo la emoción del toro bravo sino la belleza del arte. Las carencias del toro se vieron definitivamente tras una de las últimas series: el animal se quedó inmóvil mirando al tendido, dando la espalda al torero. Un toro que tras un pase de pecho no busca pelea sin que lo citen no es un toro bravo, es un toro noble, obediente y bobo. Lo que Juan Pedro Domecq y las figuras han establecido como paradigma.

La categoría y la sensibilidad de la Maestranza no la tiene ninguna otra plaza, pero Sevilla razona con el corazón. Pañuelos que creí de guasa comenzaron a asomar en los tendidos. Manzanares, populista en parte, siguió toreando y echando miradas al público y al presidente al final de cada tanda. El toro seguía embistiendo incansable.

Su matador fue generoso. Cambió, a sabiendas, el rabo por un indulto. Quiso compartir la gloria con el ganadero, con quien crió al animal que le permitió hacer en Sevilla el toreo soñado.

Yo lo lamento. A la postre, ha destacado más el toro que el torero. Se habla más del discutido indulto que de la faena cumbre. Un rabo en Sevilla lo habría dicho todo de José Mari y una vuelta al ruedo en el arrastre habría supuesto una referencia justa y rotunda para el toro. Toro que nadie puede creer que hubiera muerto en los medios, tragándose la muerte, tras la estocada. Una mayor seriedad del presidente y del matador habrían demostrado, pese a la bronca de los apasionados, que el toro merecía la muerte.

Nunca soñé presenciar un indulto en Sevilla, pero si alguien me hubiese preguntado, habría imaginado a un toro arrancándose de lejos al caballo, metiendo los riñones, pidiendo más. Un toro sin lengua. En Madrid, que me temo que saben una poquita  más del toro que Sevilla, a nadie se le habría ocurrido sacar un pañuelo pidiendo el indulto del primero de Manzanares.

 ‘Arrojado’ me ha recordado, aunque en menos manso, a ‘Zurcidor’ de Torrealta, perfecto embestidor en la muleta de El Juli en la pasada Feria de Abril. De la tarde que nos ocupa fue más bravo el primero, pero ‘Arrojado’ tuvo más clase y más duración. Soy consciente de que éstas son las cualidades que priman hoy en día. Y le doy la enhorabuena al ganadero, no sin recordarle la famosa anécdota de aquel colega suyo que vendió con prontitud su toro indultado porque no le había gustado cómo había subido al camión.

Con todo, es cierto que para la concepción de la bravura que tiene el responsable de Núñez del Cuvillo el indulto es indiscutible. Opina Don Álvaro Núñez que el verdadero castigo es la faena de muleta, donde se le exigen más cosas que fiereza a un animal que viene ya castigado del caballo. Para él, crecerse en la muleta es crecerse en el castigo. Y su toro fue a más durante la lidia y destacó sobremanera en la franela.

Otros opinamos que aunque la bravura se puede apreciar en la muleta, hay que demostrarla en el caballo. Especialmente cuando se trata de tomar una decisión tan importante como la que nos ocupa.

El toro está cambiando y lo que antes era poderío –bravura— ahora es sólo calidad en la embestida, es decir, nobleza. También es posible que esta exagerada tendencia al indulto tenga algo que ver con cierto complejo tras la prohibición en Cataluña. En cualquier caso, el de Sevilla no es una aberración ni –más bien al contrario— es perjudicial para Cuvillo. Además, fue una gran tarde de toros. ¡El rigor de la Fiesta, ah, eso ya es otra cosa!

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