Angustia

Creo que no me equivoco si digo que uno de los signos de estos tiempos que nos han tocado vivir es la angustia.

Basta pegar la hebra con algún conocido –más allá del cortés “buenos días, hay que ver cómo está el tiempo”- para descubrir, anclada en lo más profundo de nuestro ser, esa sensación de inquietud, de zozobra, de inseguridad.

Hay motivos para dudar. Eso es innegable. Adversidades, dificultades, reveses, sinsabores.

Hoy la gente lo está pasando mal. Algunos, muy mal. La cosa no está como para tirar cohetes.

Sin embargo, con esto y con todo, uno tiene la sensación de que nos estamos pasando. El pesimismo está calando en nuestras vidas hasta más allá de lo razonable. Me parece que se ha convertido, incluso, en una forma de vida.

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Es fácil comprobarlo: si uno desliza hoy un planteamiento esperanzador en medio de una conversación, si se intenta desarrollar una tesis que proponga –por ejemplo- levantar la vista de las cosas negativas para intentar aventurar un futuro mejor… queda tachado inmediatamente por su interlocutor (al menos interiormente) de soñador, de excéntrico o de chiflado.

Hace poco he leído que madurar es una mezcla de dos componentes: 1. Conocimiento de uno mismos y de la realidad; 2. Y saber darle a las cosas que nos pasan la importancia que realmente tienen.

Saber gestionar las contradicciones es un buen camino para la mejora personal. Este simple enunciado podría ser suficiente para cargarse de valor e intentar eso que algunos llaman ‘volver a empezar’. Pero es un movimiento imposible para el que vive angustiado.