Botellón, piercing, sexo y educación para la ciudadanía

Lo confieso: me preocupan los “macrobotellones”. No tanto los 70 detenidos o los más de 80 heridos de estos días pasados, como, principalmente, el trasfondo que revela esos actos, el espíritu que anima a los “botelloneros”.   La adolescencia se suele identificar con el momento evolutivo en el que se produce la emergencia del yo: el reconocimiento de la propia identidad y el descubrimiento de que también hay vida más allá de la familia y el colegio, de que no vivo solo sino dentro de una sociedad . Es en este segundo estadio donde se está produciendo una quiebra tremenda.   Los jóvenes de hoy no se sienten “integrados”. Apenas existe identificación con una colectividad, a la que desprecian. Al final, a la mayoría no le queda más remedio que “pasar por el aro”, pero aterrizan en ese territorio urbano sin ilusiones ni la menor sintonía afectiva hacia los grandes temas: la política, la cultura, el arte, la religión, la economía.   Y no es para menos. ¿Qué se encuentran hoy, esos jóvenes nuestros, antes de optar por el piercing reivindicativo o el calzón a media asta que muestra el gayumbo floreado? Se encuentran –por empezar con la viga propia- con periodistas poco ejemplares, frívolos o imprudentes; con apenas un puñado de políticos íntegros, que no se dejan seducir por el fraude o las actitudes interesadas; con una sociedad aburguesada que valora, más que nada en el mundo, el poder, la influencia, el guardar las apariencias y el dinero. El resto, para los panolis.   El Gobierno Zapatero quiere impulsar ahora una nueva “educación para la ciudadanía”, basada en un corrosivo individualismo, en la laicidad del Estado y en la estricta separación entre moral pública y privada (Ver más). Mientras tanto, olvida la familia, los colegios, las parroquias o las universidades. O atenta directamente contra ellas. Esto revela que a nuestros dirigentes les trae por una friolera dar vida a esos ambientes acogedores que permitan el alumbramiento de intereses altos y nobles en los más pequeños, de afanes e ilusiones por aquello que algunos todavía se atreven a llamar “interés general”.   Nuestros gobernantes vuelven a jugárselo a la única carta de un código de comportamiento externo; leyes y más leyes, tremendamente coherentes y propias de este Estado que apuesta por un bienestar formulado en clave exclusivamente materialista, que somete a escarnio a los entusiastas del bien común y el servicio a los demás, a veces llamados “meapilas”. Lo importante es el éxito individual, el triunfo personal. Lo importante es saber idiomas e informática; estudiar ingeniería, arquitectura o empresariales. Y forrarse. El “para qué”, que solía extraerse hasta ahora de esas denostadas asignaturas humanísticas, parece importar bien poco.   Pero los jóvenes no tragan con este modelo cínico y tramposo. Ni tragarán. A menos que las series televisivas de ficción terminen por eliminar la poca capacidad crítica que les queda. Seguirán simplemente despreciando esas voces insinceras. De ahí el afán de autoexcluirse y habitar moradas alternativas, donde buscan satisfacción: si hay que apalear a un desconocido y grabarle en móvil para dar con emociones fuertes, pues adelante.   Posiblemente sin saberlo, nuestros jóvenes demandan otro mundo posible, que debe ser propuesto en la vida ejemplar de políticos, periodistas, financieros, amas de casa, policías, arquitectos, peones y taxistas. Un mundo donde el cuidado de los discapacitados y enfermos, la alegría, la generosidad, la compasión, el agradecimiento, la solidaridad, la misericordia o la piedad sean valores fuertes. Así, los adolescentes estarán en condiciones de interesarse (e ilusionarse) por la marcha de su país, por la deriva del mundo en el que habitan. Habrán articulado resortes en clave de responsabilidad y tendrán instalado el sistema operativo imprescindible para relevar, pasado mañana, a los actuales protagonistas de la cosa pública y hacerlo de forma inmejorable.   Nos va mucho en el envite. Nuestra propia supervivencia

 
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