Mamá, yo quiero ser corrupto

España ha vuelto ha dejar al descubierto sus vergüenzas. La “Operación Malaya”, desplegada por la Dirección General de Policía en la costa marbellí, Murcia y Madrid, nos retrotrae a los oscuros años 90, cuando todo parecía descomponerse en la piel de toro, cuando todo olía mal. Pena de país. Sin embargo, vivir en una sociedad des-moralizada no es lo peor. Lo trágico es que la cosa no tenga remedio.   Marisol Yagüe y el mayor caso de malversación de fondos ocurrido en España nos vuelve a enfrentar, después de tantos años, con esas preguntas densas que alguna vez uno se ha hecho. ¿Está este país completamente corrompido? ¿Sanitarios, financieros, deportistas, docentes, periodistas… han trocado el fin que, por su propio bien y el de sus semejantes, estaban llamados a realizar? ¿Se han prostituido por dinero, prestigio o poder para dar rienda suelta a su satisfacción individual?   Si quien mete la mano en la caja es un político, los improperios se suelen escuchar desde el Islote de Perejil. Todo el mundo tiene bien presente que paga con sus impuestos a diputados, concejales y regidores con el único objeto de que velen por el interés general. De ahí el grave delito que cometen cuando hacen del bien público cosa privada.   Sin embargo, la mancha de la corrupción puede encontrarse quizá a la vuelta de la esquina del Ayuntamiento de Marbella. Médicos que no buscan el bien del paciente; profesores que dimiten de su función de formar críticamente a los alumnos; deportistas que se autoexcluyen de la lucha por su fin, la belleza del buen juego; empresarios que no persiguen sobre todo la satisfacción de las necesidades sociales; periodistas, en fin, que olvidamos invertir todo nuestro esfuerzo en pro de una información responsable.   Pícaros hay. Pero, insisto, eso no es lo más grave. Lo relevante es que uno echa un vistazo a su alrededor y parece que el corrupto sigue siendo un personaje admirado. “Será mala persona, sí, pero es bien listo. Ya me gustaría a mí estar en su lugar si es de los que se pasan la vida al margen de la justicia y haciendo de su capa un sayo”. “Mamá, yo quiero ser corrupto”.   Esto es lo grave. Porque ya podrá caer, como hace unos días, todo el peso de la ley sobre veintitantas personas, haberse incautado toros de lidia, coches de lujo, caballos pura sangre, helicópteros, cuadros de Miró, antigüedades, kilos de joyas, obtenerse la paralización de 120 sociedades instrumentales, mostrarse la justicia implacable y especialmente eficiente en la instrucción del caso. Casi una anécdota. Actuaciones dirigidas únicamente a minimizar los daños y poner a los culpables en su sitio. Sobre el futuro, nada. Y es que el derecho se ha demostrado siempre impotente cuando se trata de devolver la moral a una sociedad descompuesta.   En este punto es la hora de los ciudadanos. Ellos son los que tienen en su mano dar la vuelta a la tortilla: mostrar, a través de su actividad profesional y su comportamiento público y privado, el atractivo de la honradez y la integridad. Responder con un rotundo “no” –desplegado, repito, a través de la propia vida- a la pregunta del millón: ¿son tan listos los corruptos siempre que no se les descubre? Es hora de descubrir el pastel y desvelar que no son sólo insolidarios. Son también insensatos.

 
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