Contra el boicot a los productos catalanes

España se parte. Se resquebraja en dos mitades. Y un hecho así nadie puede contemplarlo sin dolor. Circulan por Internet mensajes promoviendo campañas contra “lo catalán”. A título ilustrativo, en estas mismas páginas hemos dado noticia de una de esas iniciativas, pero buscando no prestarnos al juego, evitando deliberadamente colocar enlaces o facilitar demasiadas pistas sobre sus promotores. El motivo de ese modo de proceder en bien sencillo. Uno siente personalmente bastante rechazo hacia este tipo de posicionamientos. Intentaré explicar el motivo. A mi juicio, el caso que nos ocupa guarda demasiadas semejanzas con las contestatarias reivindicaciones del 90% de los movimientos ecologistas que conozco. Todos ellos utilizan un lenguaje que no comparto. Y es que el ecologista sólo tiene ojos para las especies. Focas, helechos del Peloponeso, osos panda, bosques del Amazonas, nutrias de cola crestuda, pingüinos del Polo o quebrantahuesos. Los ecologistas darían su vida por perpetuar estas razas, familias o géneros. Son capaces de abordar buques y precintar museos en defensa de la especie escogida y, en el fondo, demuestran un considerable menosprecio de lo singular, de la persona. Estos ecologistas apuestan por reducir al hombre a lo mínimo, achacándole ser el principal causante de los males de sus amadas especies. Es la “Deep Ecology” (muy de moda en los Estados Unidos hace años) que razona de manera muy estrecha. Tras ese pretendido amor a la naturaleza se esconde tantas veces un tremendo odio al hombre. Pero resulta que lo que realmente existen son las personas, antes que las especies y estirpes. Por eso, se equivocan los fundamentalistas que, por motivo de la religión, la nacionalidad o el sexo, predican de forma excluyente a favor de su particular credo, región o género. En la sociedad, lo que existen son las personas singulares que, sólo en un segundo estadio, pueden ser englobadas dentro de un grupo religioso, un pueblo, o ser entendidas como parte de un conjunto dotado de determinadas características sexuales. Sin embargo, hay quien está tan encandilado ante los de su propia tribu que considera a los demás personas… pero menos. “Resulta, estimado compañero, que a estos señores les falta una cualidad esencial para serlo del todo: pertenecer a nuestro clan”, van predicando. Mis criticados amigos, los ecólogos de corte radical (precisando, una vez más: aquellas personas singulares que se comportan como digo), razonan así, “a bulto”. Y es un grave error, porque quienes tienen dignidad son las personas, no las clases o las especies (sean del Amazonas o de la Meseta Castellana). En España estamos atravesando un momento político tremendamente delicado. En el sentido que acabo de apuntar. Las posturas se crispan, las posiciones se exacerban, sacamos la boina del armario y la convertimos en arma arrojadiza. El terruño del señor González contra la catalanidad del payés Martorell. Un equipo de fútbol ya se ha significado políticamente hasta más allá de lo que un aficionado al deporte rey consideraría honorable. Ahora, les toca el turno a cientos de empresas radicadas en Cataluña: galletas, chupa-chups, precocinados, pizzas y helados. Nadie se salva. Alelados como estamos ante las bondades de nuestra tribu, excluimos a esas entidades únicamente por no ser portadoras de ese “gen” español que nos hace, de suyo, más inteligentes y más hermosos. Termino. Considero un “patinazo” tremendo valorar a los seres humanos, a sus empresas y asociaciones, sólo por una de las características que comparten con otros. González es algo más que madrileño y Martorell, algo más que catalán. Son eso… y mucho más. Esos empresarios, esas cajeras, esos obreros de las fábricas y oficinistas boicoteados han tenido muy poco que ver en la redacción del “Estatut”. Sin embargo, hay quien quiere condenarlos sólo por uno de sus rasgos. Que no cuenten conmigo.

 
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