Caridad con trompeta

No son muchos, desgraciadamente, pero esos ángeles existen. La mayoría pertenecen a las distintas órdenes religiosas, pero hay también entre ellos seglares. En esta última categoría, abundan quienes carecen de recursos, pero sé de acaudalados bienhechores en infinidad de iniciativas altruistas.

            Lo que une a estas gentes es, por regla general, un deber moral. Nada más y nada menos que eso. Su recompensa rara vez es terrena, porque lo que persiguen es en exclusiva un beneficio de naturaleza espiritual. En ese contexto, que la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha constituye una invariable norma de actuación, y hacer el bien para alabanza popular o provecho comercial, un sobresaliente ejercicio de hipocresía, como recuerda el relato bíblico de lo que sucedía en las sinagogas. Caridad con trompeta, no me peta, que dice el refrán.

La obligada discreción en estos comportamientos contrasta con las escenas de personajes con alguna notoriedad que no cejan de pregonar a los cuatro vientos su filantropía. Las modalidades que acostumbran a emplear son diversas, pero predominan la filtración interesada a los medios, la celebración de saraos con repercusión social o la organización de campañas publicitarias orientadas a la recuperación de su reputación o de sus empresas, a costa siempre del pobre desdichado. Incluso se ha llegado a sumar a esta frívola moda algún clérigo que gusta de ser fotografiado cada semana en las revistas del corazón, lo que ya me parece de órdago.

Entrando hace años en la iglesia del Espíritu Santo en La Habana Vieja, me topé con alguien apostado en su pórtico. No pedía, pero nada indicaba que no se tratara de un mendigo. Me acerqué a darle un fula, como allá denominan al billete de dólar americano. Lo tomó y me siguió unos pasos dentro del templo para recomendarme, en voz baja, que mientras estuviera en Cuba y quisiera volver a hacer algo así, debía antes doblar el dinero en la palma de la mano y entregarlo oculto en ella cuando la entrelazara con su destinatario. “Que no se note nunca que estás dando limosna”, me comentó, “nosotros también tenemos dignidad”.

 Este recuerdo me viene a la memoria cada vez que observo esas obscenas manifestaciones de caridad con trompeta en las que, so pretexto de la recaudación de fondos para objetivos loables, se escenifican auténticas verbenas en las que enfermos crónicos o niños desamparados son el pretexto propicio para libaciones formidables por parte de la farándula emperifollada. Si el fin no justifica los medios, en este delicado asunto mucho menos.

Los más necesitados no precisan ni de cenas opulentas para ellos o para su beneficio, ni de ocurrencias como esa otra de los “hoteles para pobres”. Lo que hace falta es facilitarles, de forma reservada, aquellos recursos que resulten más eficaces para que salgan por sus propios medios de su situación, a fin de recuperar pronto la plenitud de su dignidad humana, tan comprometida por su pobreza o enfermedad y adicionalmente por esa infame exposición ante terceros que comento.  

Por supuesto que es legítimo obtener ventajas fiscales o de otro tipo por contribuir con generosidad a la ayuda de quien lo necesita. Siempre son un acicate interesante para potenciar estas nobles conductas y para arrimar el hombro en defensa de los más vulnerables. Pero ahí debiera quedar el reintegro material.

Todo lo demás o es un premio moral o es un cuento chino.

  Javier Junceda.

 

Jurista.


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