Sociedad líquida

La capacidad de adaptación a la nada o la flexibilidad ante el disparate es una de las principales claves de nuestra época, en la que se insiste en hacer comulgar con ruedas de molino a quien tiene sus ideas razonablemente asentadas y en donde “no me metas en líos haciéndome pensar”, es la frase que lo resume todo.

            Frente a lo sólido, como sostiene Bauman, la modernidad impone hoy la dictadura de lo líquido, lo efímero, lo mudable, lo inconsistente: el reino de lo relativo, la tierra mejor abonada para la ausencia de racionalidad en tantos ámbitos.

            La vida pública no está alejada tampoco de esta nota. Las formaciones políticas minoritarias, en tropel, alzan sus voces cual don perfecto colectivo reduciendo su discurso a la cansina censura de quien gana una y otra vez las elecciones, sin proponer nada mejor o más sensato. Mudan hasta sus ideologías por este ansiado cambio por el cambio que lo inunda todo. El pernicioso efecto de emulación que ello supone convierte a los ciudadanos en rehenes de la incertidumbre constante, lo que nunca ha conducido a nada bueno.

            No cabe duda que una sociedad así es un fabuloso escenario para los más variados mercados. Y para la manipulación. La ausencia de criterio –o, más bien, el criterio voluble- permite vender bienes y servicios impensables en otras épocas presididas por la lógica, el sentido común o la observación más elemental. Se penalizan determinadas conductas por entenderlas nocivas para la salud, pero otras igualmente dañinas se toleran o potencian por considerarlas un dechado de modernidad. Se erigen templos sobre vanas entelequias y se banalizan otros que hunden sus raíces en la cultura y la civilización.

            Como en la actualidad nada es verdad ni mentira, sino del color del cristal con que se mira, las oscilaciones personales o sociales son de órdago, algo que se percibe en los aspectos más formales, como la fugacidad de las estéticas o conductas que cursan con inusual celeridad.

             En el mundo rural, tan sabio, se acostumbra a escuchar, cuando de cambio se habla, que siempre sea “para bien”. Un cambio “para mal” no es cambio que valga, porque equivale a empeorar la situación. Y mucho menos un cambio que no sea ni “para bien, ni para mal ni para todo lo contrario”, que es lo que tantas veces sucede ahora.

            O se cambia “para bien” o no se cambia. Salvo, claro está, para quienes anhelan vivir en su propio líquido y encontrarse de repente navegando sin rumbo hacia ninguna parte.


Javier Junceda

 

Jurista.



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