Apaktone

José Álvarez Fernández.
José Álvarez Fernández.

La codicia de los caucheros desató en los territorios amazónicos auténticas escabechinas entre los siglos diecinueve y veinte. La fiebre del látex del árbol de la fortuna, al calor del auge de la industria internacional del neumático, desencadenó verdaderas masacres en la población indígena, sometida a permanentes sevicias y tratos degradantes como mano de obra. En El Sueño del Celta, Vargas Llosa recrea este oprobio que aún debiera avergonzar a la humanidad y que alcanzó a las prácticas más abyectas que uno se pueda imaginar, desde torturas a mutilaciones, pasando por violaciones o pedofilias. Los colonos que perpetraron esta ignominia procedían de las metrópolis de las naciones que la padecieron, pero también de las potencias mundiales del momento. Solo recordar esa lóbrega época provoca escalofríos y una amarga sensación de injusticia, porque aún hay quien se enorgullece de esa “gesta” que tanto contribuyó a un mercado automovilístico calzado entonces sobre ruedas de sangre.

Poco después del declive de esta infame depredación cauchera, llega al Perú el dominico español José Álvarez Fernández. Tiene veintiséis años y se acaba de ordenar sacerdote. No fue su objetivo quedarse en Lima o en cualquier otra ciudad peruana con comodidades, sino precisamente adentrarse en las zonas donde más estragos habían protagonizado los extractores sin escrúpulos del caucho. Junto a otros religiosos, comienza el viernes santo de 1917 su misión en la selva de Madre de Dios, viajando los años siguientes de río en río al encuentro de los pueblos masacrados por la voracidad humana, desafiando cualquier temor a represalias, que se ceban sin embargo con algunos de sus compañeros de expedición. Traba contacto con innumerables tribus, algunas muy violentas, con cuyos caciques mantiene amistad, aunque sufra en ocasiones ataques imprevistos. Su gran tarea evangelizadora llevará la paz a docenas de etnias que lo tendrán desde que lo conocen como el único interlocutor fiable de raza blanca, mezclándose con ellas, como pudo apreciar la fundación del magnate sueco de los aspiradores, la Wenner-Green, con motivo de la expedición antropológica que giró al río Colorado acompañado por este inolvidable fraile de origen asturiano.

Frisando los sesenta, una de las tribus amazónicas con las que vivía, los amarakaeris, rebautizaron al padre Álvarez como “Apaktone”, traducido en su lengua vernácula como “papá grande” o “papá viejo”. Bajo ese nombre reposa en la recoleta cripta del santuario de Santa Rosa, en el cercado de Lima. Sus últimos años los dedicó Fray José a estudiar el vocabulario nativo originario, a rezar, a escribir sus legendarias andanzas selváticas o a organizar las misiones que había fundado con una mano delante y otra detrás, jugándose cada día el pellejo entre enfermedades, accidentes o amenazas.

El medio siglo de generosa entrega de “Apaktone” a la causa de los más olvidados sin duda merece que su proceso de canonización avance en el Vaticano y que incluso se lleve al cine, porque extraordinarios ejemplos así siempre son indispensables y mucho más en estos sombríos tiempos que corren.

 
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