Atorrantes

Carpanta.

El atorrante no es solo un vagabundo, como consideran en Argentina, o un pelma impenitente, como decimos en España, sino también un gandul sin oficio ni beneficio o con muy poco de ambas cosas. Hablamos de un jeta de marca mayor, que no da un palo al agua y siempre acaba encontrando a alguien agilipollado a quien parasitar. Si trato de recordar a algún haragán de estos, no sé por qué solo me salen nombres de varones, tal vez porque suelen ser su población más habitual. Aunque existan atorrantas, me parecen francamente más escasas o al menos no me he topado con demasiadas.

Poca relación guardan estos personajes con los bohemios, que acostumbran a disfrutar de impares cualidades literarias o artísticas. A diferencia de ellos, el atorrante ni pinta ni escribe ni hace nada de nada, salvo tratar de vivir del cuento a la sombra de un buen árbol que le cobije y que por regla general encuentra en panolis que reconocemos enseguida o en la ubre del presupuesto, cuando abre a tope sus grifos de mamandurrias.

Los atorrantes de hoy no son como el genial Carpanta creado por Escobar. Ni como los grandes pícaros de nuestro Siglo de Oro. Ahora visten a la moda, huelen a colonia, calzan buenas zapatillas deportivas y se mezclan con grupos de currantes en sus momentos de ocio, tantas veces para servirles de bufones. Hasta se les escucha pontificar acerca de asuntos de relieve como si tuvieran algo que opinar, en lugar de limitarse a hacerlo sobre lo único que dominan, que es el precio de la ginebra en el bar de turno o el ardor que pueda producir determinado licor de alta graduación.

En la escena pública, no resulta complicado detectar a vividores que encandilan. Las páginas del papel cuché llevan décadas mostrándonos a damas acaudaladas o de alcurnia seducidas por estos golfos rebautizados con condescendencia como “malotes”, quizá para dotarles de cierto halo de encanto o interés. Siempre me ha llamado la atención la escasa mollera de quienes caen en los brazos de estos mangantes. Como sostiene con gracia el Dr. Enrique Rojas, esos amores son ciegos cuando llegan, pero bastante clarividentes cuando se van.

Recorriendo los alrededores de Pretoria camino del hotel, el guía turístico que nos llevaba, un peculiar tipo con sangre escocesa y portuguesa al que el destino condujo a Sudáfrica, nos sacó precisamente este tema al hilo de una sonada relación entre la hija de una estrella internacional de la canción y un conocido vivales, que hace tiempo acabó como el rosario de la aurora. “¿Qué tendrán estos bandidos que las engatusan de esa manera?”, se interrogaba. Años después sigo preguntándome lo mismo, porque el tema continúa discurriendo por idénticos derroteros, constituyendo un lamentable modelo para no poca gente fascinada por todo aquello que no sea razonable, en esta época caracterizada por hacer justo lo contrario de lo que él sentido común aconseja.

Que los atorrantes sean aceptados tan alegremente y pasen desapercibidas sus andanzas es muestra de que algo funciona regular aquí. No es de recibo que el cara siga paseándose ufano por las alfombras rojas que le plantamos a diario y que no le pongamos delante del espejo de sus miserias, incluso por su propio bien. La banalización de estos asuntos se extiende al generoso acogimiento que proporcionamos a estos elementos, que nadie dice que pasemos por las horcas caudinas, pero tampoco que campen a sus anchas como si no fueran lo que son.

Al paso que vamos, acabarán siendo un ejemplo para muchos, si no lo son ya, porque cosas veredes, amigo Sancho. De someterlos a la ley de vagos y maleantes hemos terminado convirtiéndolos en simpáticos protagonistas de la realidad y así nos luce el pelo. Dentro de poco los tendremos dando seminarios en las universidades sobre las buenas costumbres y la sociedad ideal.

 
Portada
Comentarios
Envíanos tus noticias
Si conoces o tienes alguna pista en relación con una noticia, no dudes en hacérnosla llegar a través de cualquiera de las siguientes vías. Si así lo desea, tu identidad permanecerá en el anonimato