La buena educación

Esa socialización de lo cutre no pasa ahora por dominar la pala del pescado o por conocer el tratamiento protocolario de alguien, sino por no respetar las reglas elementales que rigen las relaciones entre las personas desde que el mundo es mundo.

Nunca ha guardado el dinero relación con la educación. Es más: precisamente suelen abundar algunas de las conductas más ordinarias entre las personas con posibles. No acostumbramos a reparar en las capacidades económicas de quienes se gobiernan con corrección, sino que ese dato encumbra o deprecia a gentes con cuartos o sin ellos, nivelando a la sociedad en torno a esa expresión que resumimos en “tener clase”.

La mala educación admite hoy muchas más variedades que antaño. Sin embargo, ya ni se conoce el canon mínimo de civilidad, que está quedando desdibujado. Ni las groserías tradicionales ni las nuevas son objeto actual de atención, porque han dejado de ser materia reglada en la enseñanza escolar y tampoco son cuestiones a las que las familias presten atención, sustituidas en estas y en tantísimas otras cosas más por las emisoras de televisión y la conexión permanente a internet. A esto se suma también la matraca de la ideología de género, que no sabes si infringes cuando te muestras caballeroso con una mujer, le dejas pasar delante o aguardas a que se siente en una mesa para hacerlo tú después.

La cortesía es, sin duda, la faz refinada del respeto al otro. No conozco a nadie al que le disguste encontrarse con alguien que dé muestras de delicadeza. Aunque se abuse de ella, como sucede con los cursis, siempre son preferibles a los groseros, empeñados en exteriorizar su vulgaridad e ignorancia.

La buena educación, además, no es contraria a la naturalidad, sino uno de sus más eficaces aliados. Esa confusa ecuación actual que conecta lo espontáneo con lo que corresponde hacer nos llevará bien pronto a eliminar las puertas de los cuartos de baño o a acabar compartiendo aquello que siempre hemos hurtado a las miradas ajenas. Ser natural no es ser zafio, sino que la zafiedad es propia de animales, cosa bien distinta y que hoy se tiende a mezclar, desafortunadamente.

Toca, pues, retornar sin complejos a las buenas maneras, a la elegancia en las formas, a la belleza de las relaciones humanas. Al respeto que unos nos debemos a otros, en definitiva.

Javier Junceda

Abogado.


 
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