Ceremonias civiles

De bautismos y primeras comuniones civiles, pasaremos pronto a conventos de clausura civiles. Y a confesiones, confirmaciones o penitencias civiles. El ardor laicista que ha traído el pelmazo adanismo que sufrimos ha conducido a la emulación de todo aquello de lo que precisamente quería huir, configurando un formidable guión de comedia de los hermanos Zucker. 

Tanto deseaban profanar las capillas universitarias, que se han debido quedar prendados de ellas. Por eso, no tardaremos en asistir a liturgias seculares en las que se sermoneará sobre la puesta en valor del heteropatriarcado transversal y poliamoroso mientras se suministrará a los fieles laicos obleas con sabor a resina de cáñamo. Los monjes de este nuevo credo profano ya no llevarán tonsura, sino todas las variedades capilares imaginables. Las sotanas serán sustituidas por andrajos, los alzacuellos por gargantillas de azabache y los órganos por flautas. 

La fascinación que lo eclesial despierta en determinados sectores sociales y políticos resulta sencillamente desternillante. Lo peor es que va calando de forma paulatina en los restantes ambientes en formato de familias que ven en estas cosas fiestas sin misa para sus hijos, porque ya me contarán el interés que pueden poner quienes así discurren en la lectura de la declaración de los derechos humanos o de la Constitución en lugar del Evangelio. 

Quienes continúan intentando erradicar cualquier vestigio religioso de la civilización contemporánea -ese mal que con valor, erudición y mejor estilo lleva tiempo denunciando García de Cortazar-, son además los mismos que siguen sirviéndose de la moral tradicional para juzgar las conductas en la sociedad. Como ya he indicado alguna vez, la mayor parte de los vicios que nos abaten están descritos y penados en la Biblia. Es decir, aquellos que reniegan de la Iglesia y de los valores que alberga, emplean curiosamente ese esquema moral, que no renuncian a llevar por cierto a las leyes o a exigir a diario en las actuaciones de jueces y funcionarios. 

La secularización extrema ha conducido a este delirante estado de cosas. Sin quererlo, ha reconocido a las creencias un lugar principal en nuestras sociedades. Lo único que falta ahora es que la jerarquía eclesiástica aproveche la coyuntura para recuperar las esencias perdidas, pero eso, claro, son ya otros Lópeces.

Javier Junceda

 
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