Cien años invertebrados

José Ortega y Gasset.
José Ortega y Gasset.

Pronto se cumplirá un siglo de la primera tribuna de Ortega incluida en su España invertebrada. Pese al tiempo transcurrido, sus conclusiones continúan siendo sorprendentemente actuales, hasta el punto de constituir un vivo retrato de los momentos sociales y políticos que atravesamos. Que Roger Scruton haya incorporado en su último libro a este ensayo y a su autor como la única aportación hispana a los grandes del pensamiento universal, confirma que estamos ante un clásico al que procede prestar atención.

La descomposición del proyecto de vida en común de los pueblos integrados en la nación española, junto con la ausencia de los mejores al mando que describió Ortega hace una centuria, sigue presidiendo la realidad. Sin un atractivo programa que justifique la convivencia de diversos bajo un mismo techo, o de metas superiores por las que luchar unidos, cualquier Estado se viene abajo, como recuerda don José que sucedió en Roma. 

Nuestro principal problema, pues, permanece como lo dejamos hace cien años: falta un plan de país capaz de volver a encandilar a quienes han venido formando parte de esa colosal construcción y que tal vez por ese vacío dejan de sentirse parte de ella y de compartir sus anhelos colectivos. Aunque cobre singular relevancia un glorioso pasado cohesionado, la vertebración territorial en España lleva décadas anclada en esas estáticas referencias históricas sin conseguir ser lo suficientemente dinámicas y sugestivas para todos, como recomendaba el filósofo madrileño como antídoto frente a los separatismos. 

Al lado de esta carencia de poderosos ideales capaces de atraer a quienes precisan de esos impulsos para seguir participando en la monumental empresa que es España, está el denunciado déficit de personalidades con aptitud adecuada para capitanearla. Escribe Ortega: “las épocas de decadencia son aquellas en las que la minoría directora de un pueblo ha perdido sus cualidades de excelencia que precisamente ocasionaron su elevación”. De ahí que apele a la ejemplaridad de los más selectos como guías de la sociedad, a pesar de la atávica aversión ibérica hacia quienes atesoran excelsas condiciones, debido a un igualitarismo montaraz de complejas raíces.

Este panorama, como es sencillo de advertir, coincide bastante con el presente. No resulta fácil encontrar en el actual ambiente político planteamientos más allá de lo coyuntural. Los que más interesan son aquellos que insisten en mantener forzadamente a las inquietudes secesionistas dentro del marco constitucional, retorciéndolo, sin reparar que el verdadero desafío no pasa por ahí, sino por levantar de una vez una ambiciosa estrategia nacional que sepa lo que quiere y cómo lo quiere, tanto en la gestión interior como exterior. Sin ese futuro que seduzca y aglutine, mal podremos conjurar el recurrente dilema regional que el propio Ortega sugería conllevar, sino que se extenderá incluso a territorios en los que hasta ahora no ha brotado. 

Pero, además, precisamos contar con dirigentes que estén a la altura para asumir ese formidable reto de abordar las reformas pendientes que ilusionen a los que quieran subirse a ese renovado carro nacional. Justo lo contrario de lo viene sucediendo desde hace un lustro, instalados como estamos en una persistente inestabilidad política protagonizada por personajes de pacotilla incapaces de ponerse de acuerdo, por activa o pasiva, para gobernar.

Lo que consuela es que llevamos un siglo sin lograr vertebrarnos y no hemos desaparecido, de modo que habrá que aguardar a que una generación prodigiosa nos rescate algún día de esta desgracia tan nuestra.

 
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