Cuando pase la peste

Cuando pase la peste, nadie habrá tenido culpa de nada. 

Ni tan siquiera podrá insinuarse su origen en un lejano país que acumula décadas ejerciendo como rey del mambo de las relaciones internacionales sin ser ningún modelo en el cumplimiento de los derechos humanos, los compromisos climáticos o las más elementales reglas de la higiene alimentaria y la competencia desleal. 

Tampoco podremos apuntar con el dedo a aquellos que en lugar de actuar temprano frente al virus dejaron que la gente se contagiara en manifestaciones callejeras, o a los que celebraron a lo grande el congreso de su partido pese a la que se venía encima, o, en fin, a esos otros que llegaron al poder tras denunciar los privilegios de la casta política y una vez en ella burlaron a su antojo la cuarentena para que solo la canalla la acatara.

Cuando dejemos atrás esta plaga, ninguna responsabilidad asumirán los que no previeron desde el inicio estrategias para evitar el colapso económico de la nación, salvo regar con dinero público a todos menos a los que sacan esto adelante generando empleo. Lo propio sucederá con quienes olvidaron poner a teletrabajar desde sus casas a los ciudadanos que podían hacerlo, o a organizar la formación de sus hijos a distancia, limitándose a obligarles a un confinamiento forzoso en el que se dilapidaron millones de horas laborables y educativas entre sofás, consolas, internet, gimnasias y memes del guasap.

Cuando superemos esta gran tragedia, volverán con la cantinela de la relatividad del comienzo y el final de la vida humana los mismos que durante el estado de alarma mandaron a la policía y al ejército a impedir marcialmente que pudiésemos palmarla por una infección. Y también seguirán con la monserga de que gracias a los servicios públicos nos hemos librado de una más gorda, silenciando que esos extraordinarios y eficaces recursos se sostienen con los sudores fiscales de los españoles y de sus medianas o pequeñas empresas, abandonadas a su suerte durante la pandemia.

Tras la catástrofe, los que en lugar de liderar desde un principio la salida de la crisis fueron a rebufo de los acontecimientos, tendrán escaso reproche. Es más: hasta se les llegará a reconocer popularmente su gestión de cara a la galería, en especial por esos mítines programados a la hora del telediario para soltar simplezas y vender motos, contándose por millares los me gusta de sus redes sociales, a las que habrían dedicado no poco esfuerzo y tiempo. Las críticas, aunque justificadas, quedarán sepultadas bajo toneladas de consignas de esa bandada de pajarracos que componen hoy las apestosas milicias de la desinformación y la propaganda.

Cuando atravesemos el cabo de Hornos de esta enorme calamidad silenciosa, que a tantísimos ha llevado por delante, dudo que se recrimine a alguien por no haber sabido encontrar la fórmula adecuada para poder despedir con la dignidad que merecían a los que se nos marcharon. A la crueldad estremecedora de una agonía en el mayor de los aislamientos se han sumado durante este calvario exequias en la más absoluta soledad, pudiendo haberse planteado alternativas que permitieran congeniar con un mínimo de consideración la salud y la memoria de las víctimas.

Cuando contemos a nuestros nietos este completo desastre, recordaremos asimismo a ese tropel de profetas del apocalipsis que no dejaron de anunciarnos a cualquier hora negros vaticinios sobre el inmediato fin del mundo, o pronósticos fatales y sin solución de espontáneos especialistas salidos de debajo de las piedras en los que no cabía resquicio alguno a la esperanza. Pero evocaremos con una sonrisa agradecida esas otras muestras de buen ingenio y mejor humor que hicieron mucho más llevaderas las eternas jornadas de encierro.

Cuando pasemos página de esta tremenda debacle, en definitiva, habremos comprobado una vez más que todo sigue igual, y que ni con una hecatombe de esta envergadura tienen algunos males remedio.

 
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