Elogio de la corbata

        Recuerdo el día en que me puse por vez primera una corbata, de aquellas que se enganchaban detrás. Era un niño y me sentía alguien importante ante el espejo. He crecido en un ambiente presidido por esta prenda multisecular, utilizada por mi padre bajo su bata de médico. Al comienzo de mi vida profesional, me aconsejó algo que no he olvidado: si no vistes traje y corbata en tu trabajo, nunca serás merecedor del respeto de tus colegas y clientes. Las fotografías y cuadros colgados en mi casa familiar, sin excepción, muestran a mis antepasados con corbata o pajarita y en ocasiones tocados también con sombrero. El uso de este complemento, en mi caso, no es por lo que se ve un tema adjetivo, sino más bien sustantivo, ajeno a modas pasajeras.

Como sucede con los uniformes, la corbata tiene mucho de símbolo externo de formalidad y de identificación con determinada compostura. Y de visibilidad por los demás de la autoridad o relieve de quien la emplea. En estos casos, si el hábito no hace al monje, al menos ayuda bastante a distinguirlo, como comprobamos a diario al circular a más velocidad de la permitida y levantamos el pie del acelerador tras divisar a un policía en el arcén. Siempre me ha parecido que en los pasos de cebra los coches se detienen antes cuando cruzo trajeado y encorbatado que cuando lo hago de sport. La confianza que en principio deposito en el médico que me atiende con traje y corbata es mayor que en el que tiene mala pinta, y siento ser tan franco.

Por supuesto que llevar puesta una corbata no garantiza calidad suplementaria a la que uno atesora, pero indudablemente contribuye a reforzar la estima personal de quien lo hace y a ofrecer a los demás un signo de consideración digno de agradecimiento y alabanza. Ese doble efecto, interior de dignidad y exterior de cortesía, imprime a este lazo singular valor, como se ha demostrado por su permanencia en el vestuario masculino a lo largo de los siglos.

En la actualidad, se advierte sin embargo un progresivo abandono de la corbata, incluso en citas de alto copete a las que hasta ahora el protocolo recomendaba su uso, precisamente para dotarlas del oportuno realce. Esto ya no responde a ideología o credo, sino que es algo generalizado en ámbitos burgueses.

Tengo la sensación de que esta tendencia descorbatada puede guardar cierta relación con tres fenómenos que se dan la mano: la obsesión por la juventud, la búsqueda a toda costa del confort y el triunfo de la estética del pensamiento único. El afán por parecer joven aunque se tenga edad adulta continúa en el escaparate, produciendo además un efecto contrario al deseado. La camisa cerrada con corbata, por ejemplo, impide percibir los notorios efectos del paso de los años en el cuello del varón, así como las canas de su pelambrera. Es decir: quien es mayor y va despechugado potencia su vejez sin darse cuenta, lo cual resulta ridículo.

La comodidad es también un elemento a tener en cuenta, especialmente en épocas del año calurosas. En estos casos podría ser comprensible dejarla en casa, si no fuera que ya no hay sitio en que no exista aire acondicionado funcionando al tope de su potencia. Además, por esa vía acabaremos acudiendo a cualquier lugar en chanclas, traje de baño o en cueros, algo que ver veremos si comienza a suceder.

El último factor es el impuesto por la corrección política que padecemos desde que quienes debían combatirla prefirieron esconderse. La corbata, para esta bobalicona forma de ver las cosas, es algo necesariamente vinculado a señorones, magnates y demás gentes de éxito, aunque la utilicen otras personas en su modesto trabajo cotidiano que nada tienen que ver con ese colectivo.

Siguiendo este peculiar argumento, llevarla es algo contrario a los vientos ideológicos imperantes y no hacerlo encaja en esa estúpida dictadura igualitaria. Los zoquetes que acuden deliberadamente a los actos oficiales hechos unos adanes son el más genuino caso de esa solemne majadería.

A cada época la salva un pequeño puñado de personas que tienen el coraje de ser inactuales, sentenció Chesterton. Lo de la corbata va por esos derroteros, y por eso merece ser rehabilitada y devuelta al lugar que le corresponde como gran atributo del estilo y la clase de quien la lleva y de educación y urbanidad para el resto.

 

Javier Junceda.

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