Gana el malo

Un fotograma de 'Matar a un ruiseñor'.
Un fotograma de 'Matar a un ruiseñor'.

Harper Lee pone en boca del gran Atticus Finch en Matar a un ruiseñor una de esas frases que harían las delicias de los cazadores de citas: “la bravura no la encarna un hombre con un arma en la mano. Uno es valiente cuando, sabiendo que ha perdido ya antes de empezar, empieza a pesar de todo y sigue hasta el final pase lo que pase. Uno vence raras veces, pero alguna vez vence”. En los tiempos que corren, consejos como este del modélico letrado de Alabama constituyen un formidable bálsamo, indispensable para no sucumbir a esa inercia del mal magistralmente descrita por Burke o Arendt, y en la que la desidia de los buenos se encarga del resto.

Los hechos consumados y el fin justificador de medios presiden hoy esta cruda realidad, a la que es bastante inusual que se presente batalla. La cacareada guerra cultural o ideológica no es tal, porque en el frente no suele haber más contendiente que el que persevera en implantar determinada manera de concebir las cosas, aunque sea disparatada, que a menudo lo es. 

Al otro lado no hay casi nadie. Quienes mantienen posiciones discrepantes con el statu quo imperante prefieren pasar desapercibidos o mimetizarse con esa penosa ortodoxia: cualquier alternativa es mejor que mojarse o poner por obra aquello en lo que se cree. Esta pavorosa falta de criterio convierte hasta a las familias de corte más tradicional en víctimas de un sinsentido disfrazado de modernidad, sin tan siquiera ofrecer respuesta resuelta al dislate. Los que ingenuamente pensábamos que los prominentes muros de la educación o el ejemplo servirían de dique al despropósito hemos de reconocer, tras caer del guindo, que estábamos en un craso error: el sindiós alentado a todas horas por lo audiovisual y las redes no termina de encontrar enfrente a demasiados oponentes, en tantas ocasiones por el pánico al qué dirán, traducido en no ser tenido como un radical talibán o un hosco retrógrado, cuando de lo único que se trata aquí es de rechazar lo que cae de cajón aplicando la lógica corriente y moliente.

La falta de libertad no solo se produce en las dictaduras cuando te impiden votar, sino en las democracias en las que uno no puede manifestar que algo no le agrada. Se ha convertido casi en un heroísmo no compartir determinadas conductas muy extendidas, cuando tendría que ser lo más natural del mundo. No debieran caber ahí las medias tintas, sino plantarles cara con decisión, aunque se haga en soledad o incluso se padezcan represalias, porque ya advirtió Billy Wilder que ninguna buena acción queda sin su castigo. Si alguien ya talludito desafía los cimientos de una casa, pongo por caso, adoptando actitudes hostiles a los principios que ha albergado a lo largo de generaciones, no queda otra que invitarlo con amabilidad a buscarse nuevos horizontes y dejar de dar la lata, aunque se ponga flamenco. Lo que no puede ser es que se trague con estos retos por miedo a perder la contienda sin librarla, por un estúpido sentimentalismo adultescente o una pintoresca interpretación de la libertad: quien es maduro para delinquir no esperará que no le encerremos entre rejas, digo yo. Al paso que vamos, el padre del hijo pródigo acabará acogiendo al crápula en su hogar y participando con él en sus juergas.

Desde luego, nos están ganando por goleada los que persiguen sin descanso erosionar las paredes maestras de nuestra imponente civilización. Este modo de vivir y comprender la existencia, con sus imperfecciones, sigue siendo extraordinario en infinidad de aspectos. Y dentro de esos colosales esquemas se incluía desde siempre objetar la iniquidad o la amoralidad, especialmente cuando cantaban como en La Traviata. Ahora no: los que insisten en su caprichoso objetivo de demolición de lo que nos ha costado siglos levantar, sin someterlo por supuesto a ninguna magna o mínima moralia, no se topan con excesivos obstáculos en su camino, salvo los que le ofrezcan los cuatro temerarios de turno capaces de salirles al paso, con el riesgo de ser tildados con recochineo como los Capitanes América del antirelativismo.

No puede haber complejo alguno en esta legítima tarea de defender lo que tiene un destino cierto y solo proporciona favorables resultados. Constituye hasta un loable deber proyectar luz sobre aquellas fórmulas que dan su fruto, frente a ese pandemonio presuntuoso que se sabe de antemano que no conduce a ningún sitio. Algo así no responde solo a una decisión moral, sino racional. Y tampoco conoce de banderas políticas, sino que constituye un primario sentido ciudadano.

Todo esto se lo resumió de forma insuperable el propio Átticus a sus dos hijos pequeños: “antes de poder vivir con otras personas tengo que vivir conmigo mismo. La única cosa que no se rige por la regla de la mayoría es la conciencia de uno”.

Pues eso: no puede ser que gane constantemente el malo, por obediencia a las corrientes sociales que vienen y van o por otras circunstancias coyunturales por el estilo, como esa abominable de apelar a que todo el mundo también se esconde. Pongámosle al menos las cosas complicadas para que su victoria sea pírrica y pueda mirarse con mayor detenimiento en el espejo de su insustancialidad.     

 
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